Toros

La contracrónica: Daniel Crespo, profeta en su tierra

El resto del festejo se vio teñido por la línea plúmbea que los toros salmantinos, tantos los del encaste Atanasio-Lisardo Sánchez como los de origen Juan Pedro, marcaron con su mansedumbre

Daniel Crespo. Paco Martín

Pepe Reyes

El Puerto

Pesaba mucho la tarde cuando se arribaba al último toro del festejo y todo parecía inmerso en una espesa nube de sopor, adumbrada de mansedumbre y descastamiento. Saltó al ruedo el sexto toro y nada parecía presagiar que ocurriera algo distinto, pues su acometida se advertía apagada y hasta dio una vuelta de campana cuando tomaba con desgana el capote que le ofrecía Daniel Crespo.

Pero cuando el joven diestro local asió la muleta pareció obrarse el milagro, pues la concurrencia quedó sorprendida al contemplar la primera tanda de derechazos compactos, redondos, macizos, de toda la corrida. Más de dos horas de tedio para, por fin, encontrase con el toreo. Bien es cierto que la brillante faena se vio salpicada, a veces, de lastimosos enganchones, fruto del incómodo calamocheo del animal y del desmayo con que Crespo esculpía los muletazos.

Tras dos series en redondo y otra de naturales, rebosantes de gracia y donaire, el trasteo cobró definitivo vuelo, los rotundos olés unánimes resonaron y se comprobó que, ahora sí, el toro poseía un generoso fondo de nobleza y de bravura. Hondos pases de pecho, vibrantes, enjundiosos cambios de mano, remataban unas tandas que vieron su colofón en unas manoletinas postreras de vertiginoso ceñimiento.

Una estocada caída de efecto fulminante valió de salvoconducto para que Daniel Crespo cruzara el umbral de la puerta grande, a hombro de sus paisanos, por segundo día consecutivo. Sorprendente y merecidísima gesta de un torero casi anónimo, sin apoderado y sin contratos y que, de existir justicia en el toreo, ya deberían moverse los resortes de tan anquilosado, hermético escalafón. Un profeta en su tierra que vio sus ilusiones truncadas al toparse con la supina mansedumbre de su primer enemigo, abanto ya de salida y que marcó una pronunciada querencia hacia chiqueros durante toda la lidia. El portuense lo sujetó efímeramente en el tercio, donde estampó la única tanda de derechazos que el manso le permitió, antes de que éste se rajara por completo. Corrió bien la mano Crespo en algunos muletazos sueltos, en los que dejó clara constancia de la galanura y la suavidad en el trazo que atesora. Tres pinchazos y media estocada pasaportaron al desrazado ejemplar.

El resto del festejo se vio teñido por la línea plúmbea que los toros salmantinos, tantos los del encaste Atanasio-Lisardo Sánchez como los de origen Juan Pedro, marcaron con su mansedumbre. José María Manazanares meció con donosura los brazos para recoger al huidizo ejemplar que abrió plaza. Animal que mostraría buena condición al tomar los engaños pero al que le faltaban fuerzas para seguirlos en plenitud, por lo que tendía al cabeceo y a deslucir las suertes en sus finales. Ante él, expuso denuedo e insistencia Manzanares para extrae series por ambos pitones que, dada la desinflada condición del toro, fueron apagándose de manera progresiva. Una perfecta ejecución del volapié puso fin a ese primer episodio de la tarde. También huidizo, sin celo ni casta, el cuarto de El Puerto de San Lorenzo no concedió ocasión para que el alicantino mostrara apunte alguno de su repertorio capotero. Tras muchas carreras y persecuciones al manso, agravadas por las kilométricas dimensiones del centenario ruedo, por fin aquél entró en jurisdicción del varilarguero para solventar el trámite del puyazo. Ayuno de fuerzas y de poder, el pozo de la raza de este toro poseía un nivel tan ínfimo, que acabaría convertido en objeto casi inmóvil ante el cite desesperado e insistente de Manzanares. Quien, con otra gran estocada se deshizo de tan desabrido burel.

El segundo de la suelta, negro, de 550 kilos, abrochado de pitones, a un mes de cumplir los seis años, marcó cánones que marcan su origen: se emplazó en los medios de salida. Hasta que fue sujetado por el capote de Juan Ortega, donde ya evidenció una considerable ausencia de fortaleza. Quitó el diestro sevillano con dos chicuelinas y dos medias, desbordadas de elegancia, que hicieron estremecer, por su belleza y temple, los resortes expectantes del aficionado. Luego, ayudados por alto y por bajo, en un inicio de faena de gran plasticidad, dieron paso a un lentísimo, templadísimo toreo en redondo, con el que aprovechó Ortega la suave y casi mortecina embestida que le ofreció la res. Pero ésta, falta de raza y de poder, pronto dio por concluido el exiguo capítulo de sus acometidas. Con una estocada algo atravesada y trasera, que necesitó dos golpes de verduguillo, cerró el trianero su primer acto. El quinto, de La Ventana de El Puerto, presentó también embestida escueta y anodina en el primer tercio, aunque se empleó bajo la cabalgadura en brava pelea. Después cabeceó con incómoda reiteración a la salida de los muletazos y al puntear el engaño. Cuando Juan Ortega le bajó la mano, su tendencia fue a quedarse corto o caerse. Por lo que en pocas ocasiones pudo el diestro correr la mano con soltura y confianza, si bien, cada vez que lo consiguió, la elegancia de su empaque conectó enseguida con los tendidos.. Pero el limitado fondo del toro impidió que ésto sucediera con mínima regularidad. Tres pinchazos y una media puso fin a la siempre esperada actuación de Juan Ortega.

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