Tres gigantes a hombros y una faena a placer de Ponce en Olivenza

El valenciano deleita en un vals de perfecto temple con «Danzarín» y triunfa con El Juli y Ventura

El Juli, Ponce y Ventura abandonan el coso en volandas Efe

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Si conocer las reglas del juego es una garantía de éxito, Ventura, Ponce y El Juli lo tienen asegurado. Inagotables ayer y siempre. Tres gigantes a hombros y una faena superlativa del valenciano.

Obra maestra de Enrique Ponce con el segundo, que manseó. Lo recogió con señoriales verónicas, ganándole terreno. No se complicó la existencia la cuadrilla con los palos, pues el animal apretaba hacia las tablas. Sí ofreció todo Ponce, con esa difícil facilidad de aclarar hasta los puntos más oscuros. Se lo sacó a los medios con un torero tanteo, se dobló y lo imantó a las telas por la senda genuflexa. Ya era suyo el de Garcigrande, rendido a su muleta. En redondo, sin atosigamientos ni estrecheces, giró al son de «Danzarín» y «Danzarín» al de su maestro. Todo era una comunión, el vals originario y lentificado de la pareja perfecta. Brotaban derechazos y zurdazos, cambios de mano al ralentí y hasta un afarolado de tiempos de paz y no de guerra. Todo fluía sin una sola violencia, hipnotizados «Danzarín» y los ojos del público al magisterio del Mago de Chiva, que se adornó con unas poncinas y dejó un natural de compás abierto y uno de pecho de puro sentimiento. Delirio en los tendidos, felices con aquel encuentro. Tras la extensa y elegante faena, a placer, el colaborador garcigrande cantó su rajada gallina cuando lo cuadraba para matar. La estocada, algo caída, desembocó en la doble pañolada. La puerta grande ya estaba amarrada con el mejor toro, en sus manos, claro.

El Juli no estaba dipuesto a quedarse a la zaga. Parsimonia en el saludo y un personal quite, con sabor. Quieto, sin pestañear salvo en el guiño al graderío, comenzó por alto. Ya en la primera tanda el madrileño enseñó los caminos al garcigrande. También sirvió, pero sin la calidad ni la duración de su hermano anterior. Enrabietado cuando perdió las telas, improvisó unos rodillazos y luego se metió literalmente entre los pitones, dejándose acariciar la taleguilla. Soberano el arrimón en ese no quererse dejar ganar la pelea. Empató en el marcador con dos orejas.

Ninguno pudo redondear con los últimos de su lote . Rebrincado el grandón quinto, al que Ponce encarriló pronto. Duró poco el bastote y escarbador animal, con el hierro de Domingo Hernández. Paciente, sacó hasta la última gota, pero esta vez no hubo opción de triunfo. El Juli fue pronto el amo y señor del sexto, que parecía que aguantaría más. Noble, le permitió expresarse a gusto en dos tandas. Luego se paró y se rajó, pero Julián López no se aburrió y hasta sufrió una colada.

La tarde se había inaugurado a caballo, con Diego Ventura a lomos de «Lambrusco», aunque el alboroto llegaría con «Lío», frente a un toro de Guiomar de trote chochón pero aparente. El mandamás del rejoneo sacó toda su munición con el cuarto, desde ese portento de «Nazarí», y su sincero toreo, a «Dólar», con un escalofriante par a dos manos, sin más riendas que las de su corazón. Trepidante, remató con las cortas al violín y la llamada de teléfono antes del rejón final. El doble galardón lo aupaba a hombros con sus compañeros de a pie. Triunfal (¿o triunfalista?) gloria para tres gigantes. En el recuerdo: la sinfonía de Enrique Ponce.

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