Feria de Olivenza: una corrida insufrible

Los mansos de Zalduendo se cargan una tarde de máxima expectación y muchas apreturas que se hizo interminable

Los toreros saludan una ovación FIT

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Manseó Hijastro descaradamente, con toda la cara que no tenía –sobresalían más las orejas que los pitones–. Para colmo, en su absoluta falta de raza y fuerza, se dedicó a practicar la balasana, esa postura de descanso del yoga que luego sus hermanos de divisa negra imitarían... Se agradeció que Morante abreviara con tan nulo material.

Cuando apareció el segundo, la multitud aún se agolpaba en las escaleras buscando su localidad. Un llenazo hasta la bandera. Vibraron los sentados y los erguidos en el saludo a la verónica de El Juli. El castaño, con los cuatro años recién cumplidos, embestía noble en su media altura. Y así lo entendió perfecto Julián en templadas series, con la virtud de que aquel rebrincado viaje no tocara las telas. Cuando el zalduendo quiso pirarse, lo imantó a su muleta en ambas direcciones. La estocada con derrame enfrió la petición, pero aún así se le concedió una orejita.

Mucho cuerpo y poco 'rostro' portaba el tercero, en el que unos ayudados de Emilio de Justo prendieron la luz, más encendida aún en un pase de pecho inmenso. Lo embarcó a derechas con aires joselitistas, totalmente abandonado. En esa línea siguió por el zurdo mientras el animal se dejaba en su ir y venir. En cuanto se sintió vencido, cantó la gallina. Crecido el cacereño, le robó otras dos tandas en su querencia. Todo lo ganado lo perdió con el acero.

Protestaron al desangelado cuarto y el presidente no dudó en devolverlo. Las cuatro velas recién sopladas traía el sobrero. Blasfemaba Morante mientras el torete acudía con las manos por delante. Menuda joyita de mansedumbre. Distraído siempre. Unos ayudados del sevillano sembraron la esperanza. Ofrecido el pecho y el toque dado, vistió de torería el rácano viaje. Lo oxigenó con inteligencia y se entretuvo en unos ayudados de corte gallista antes de plantar la zurda. Un molinete, el de la firma y la caricia a la testuz parecieron el final, pero el de La Puebla, el torero que ya ha firmado más de cien corridas, puso otra coda hasta sacar la última gota de aquel pozo sin casta. Tanto se extendió que, cosa rara, hasta sus partidarios se miraron el reloj.

Resopló El Juli en la vuelta de campana del quinto, al que no parecían sobrarle las fuerzas, aunque luego empujó a su modo en el peto. A esas alturas, una fila más abajo preguntaban vía teléfono por una receta de solomillo. «Alguna de breve cocción», pues la tarde se presentía larga. Qué pesadez todo. Allí, más allá de las incómodas estrecheces –con el ordenador sobre la cabeza del vecino, los pies del de atrás mordiendo la espalda y el abrigo delantero sacando brillo a las botas–, había poco que paladear. Y eso que cuando Julián se quedó solo hizo de todo al rival, que sirvió medianamente con su técnico y dispuesto concepto. Todavía, por cierto, seguía recolocándose el gentío. ¿Dónde? Inexplicable: entre las piernas delos aficionados se hacían completos ochos y los brazos se trenzaban ya.

A las siete y cincuenta salió el sexto, que andaba malamente y, para más inri, quiso copiar al anterior con un volatín. No uno, sino dos. Qué ruina. Y otra caída más, a los pies del caballo. Cómo estaría de harto el personal que apenas protestó. Aun así, asomó el pañuelo verde, pero Zabarcero no quería regresar a chiqueros. Menos mal que el capote verde de Morante lo introdujo hábilmente. Gracias a este octavo remiendo alguno consiguió llegar a su asiento por fin. «¡Grande Ayuso!», exclamaron mientras De Justo brindaba aquel manso de nula clase. «Está podrido», resumió a gritos un espectador. Eso sí, allí nadie se movió. Como para hacerlo: doy fe de que el portugués de la fila 11 había anudado el cordón de su zapato al de su compañero. Y la prensa ya no sabía si tocaba las teclas del ordenador o la vara del trombón de la banda de música, a medio metro de nuestros oídos. Con contracturas varias, los espectadores salieron vivos del tendido. El ratón del portátil no sobrevivió a tantas apreturas en la insufrible corrida.

A las siete y cincuenta salió el sexto, que andaba malamente y, para más inri, quiso copiar al anterior con un volatín. No uno, sino dos. Qué ruina. Y otra caída más, a los pies del caballo. Cómo estaría de harto el personal que apenas protestó. Aun así, asomó el pañuelo verde, pero Zabarcero no quería regresar a chiqueros. Menos mal que el capote verde de Morante lo introdujo hábilmente. Gracias a este octavo remiendo alguno consiguió llegar a su asiento por fin. «¡Grande Ayuso!», exclamaron mientras De Justo brindaba aquel manso de nula clase. «Está podrido», resumió a gritos un espectador. Eso sí, allí nadie se movió. Como para hacerlo: doy fe de que el portugués de la fila 11 había anudado el cordón de su zapato al de su compañero. Y la prensa ya no sabía si tocaba las teclas del ordenador o la vara del trombón de la banda de música, a medio metro de nuestros oídos. Con contracturas varias, los espectadores salieron vivos del tendido. El ratón del portátil no sobrevivió a tantas apreturas en la insufrible corrida.

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