Crítica

La visita de la vieja dama

En la escena, que es donde pasan las cosas (en el cine, como se sabe, no hace falta que ocurra nada), comparece una Concha Velasco casi transparente, delicada, frágil

Concha Velasco durante la representación de «La habitación de María» ABC

Alfonso Crespo

En la escena, que es donde pasan las cosas (en el cine, como se sabe, no hace falta que ocurra nada), comparece una Concha Velasco casi transparente, delicada, frágil. Digamos que cualquier obra resbalaría por ese cuerpo. Ésta, «La habitación de María» , que su hijo le ha regalado, casi no se nota. El público la quiere tanto que parece asombrarse de su vejez, aunque la tenga más que asumida, pero sí agradece, de la misma manera, que el asunto se dirima en un pseudo-monólogo gracias al que, nobleza obliga, los va a estar mirando a los ojos durante más de una hora. Todo un auténtico privilegio para el puñado de personas en el patio de butacas.

Puede que la falla principal de «La habitación de María» tenga que ver con ese desfase entre discurso y cuerpo. Sería más bien una obra para el lucimiento de una mujer madura, un ejercicio dramático y catártico, pues aquí sobre el papel, en la cápsula reveladora de una vida estéril —la agorafobia que nace del éxito pero también del trauma agarrado secretamente a la memoria—, aún se asume la posibilidad de un desquite, de una liberación postrera para la protagonista. Sin embargo, en los dominios de la vieja dama, pausada, elegante y, sobre todo, autoconsciente, uno tiene la sensación de que toda esta quincalla que puntea y asalta desde el «off» no hace más que molestarla, de nuevo, como actriz y como respetable señora mayor.

Si algo deja la obra —y la aparición magnética de la Velasco; maravillosa hasta en su discurso final, ya clausurada la representación, sobre el consuelo que acoge y privilegia al creyente en estos tiempos difíciles— es el regusto propio de las ocasiones perdidas . Que si la venerable actriz está aún para líos de telón es, justamente, para todo lo contrario al fingimiento y a las censuras que pautan nuestra realidad: para mostrarse divertida, incluso cáustica, casi pasota; desde luego no para envolverse en los tules agobiantes de cualquier vida aún por encarrilar, en las vías de los personajes que ya supo manejar, cuando le tocó, delante y detrás del escenario.

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