Una travesía por la ausencia

María Luisa Borruel, en «La ridícula idea de no volver a verte» ABC

Diego Doncel

La escritura de Rosa Montero siempre posee una alta tensión emocional. Le gusta hacer del texto literario un diálogo de sensibilidades, de imágenes y de ideas. A ella le gusta transformar la realidad en cada artículo, en cada novela para mostrarnos los paisajes de nuestra historia cotidiana, incluso la ciencia ficción de lo que somos. Ninguna obra suya posee el encanto, la fragilidad de «La ridícula idea de no volver a verte» . Un testimonio que es un confesión, una travesía por la ausencia que es el territorio de la última utopía: saber vivir cuando el hombre al que quieres ha muerto.

En la versión teatral que estos días podemos ver en el Teatro Fígaro bastan una mesa, un ordenador, un mueble lleno de biografías, un sillón con el hueco de los recuerdos para que el duelo por esa muerte no sea solo un canto al dolor, sino a la vida; a la vida de él, a la vida junto a él y a la vida después de él. El espectador se mantiene todo el tiempo en ese equilibrio de estar asistiendo al relato de una tragedia y viendo cómo se construye la moral necesaria para una supervivencia. El texto sin género de Rosa Montero, donde se mezcla la biografía rota de su historia de amor con la biografía también fracturada de las investigaciones y amores de Marie Curie , las reflexiones y el material fotográfico, ha sido adaptado por Eugenio Amaya conservando buena parte de su esencia. Hay momentos en que, en la puesta en escena, echamos en falta la creación de recursos dramáticos que potencien la enorme experiencia de lo que se cuenta, pero la obra en sí tiene la fuerza que supone este viaje hacia el optimismo, hacia la aceptación, hacia la serenidad. El largo monólogo de la escritora está interpretado por María Luisa Borruel y lo hace desde esa fragilidad del duelo, pero también desde esa confianza en saber dialogar con la muerte, digna y serenamente, siempre con una sonrisa. Es un monólogo con muchas dimensiones interpretativas, aunque a veces se demore en un cierto tono disertativo, pedagógico.

La obra posee la belleza de lo sencillo, pero también una reflexión, a partir del ejemplo de Marie Curie, sobre la posición de la mujer en el mundo actual. Cuando la soberbia iluminación se queda fija en el sillón que él ocupaba a diario, con el resto de la escena a oscuras, uno sabe hasta qué punto la ausencia, el dolor, la ceniza de los recuerdos sirven para construir de nuevo la vida, otro trozo del camino de la vida. Las palabras que nos llegan desde las tablas sabemos que no hablan de un duelo con el pasado, sino de un duelo con el futuro en el que él también estará. Lírica, delicada, intensa, una obra para reconciliarse con las sombras de nuestro corazón.

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