José Luis Gómez: «Ha llegado el momento de dedicarme a las cosas del alma»

El actor y director, que volverá en los próximos días a interpretar a Unamuno y Azaña, acaba de dejar la dirección del teatro de La Abadía tras veinticinco años

José Luis Gómez Maya Balanyá
Julio Bravo

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Dentro de unos días, José Luis Gómez (1940) volverá a meterse en la piel de Miguel de Unamuno y de Manuel Azaña, dos personajes que lleva cosidos en los últimos años. Lo hará en el Teatro de La Abadía, la que ha sido su casa durante los últimos veinticinco años, y de la que acaba de entregar las llaves a Carlos Aladro, su sucesor. A punto de cumplir 79 años -lo hará el día 19, Viernes Santo-, espera el momento de reencontrarse con el escenario junto a las costas de su Huelva natal. Desde allí habla telefónicamente con ABC. Lo hace con serenidad y firmeza en sus afirmaciones, con palabra cautelosa y caudalosa al tiempo.

¿Por qué deja ahora La Abadía?

Desde que la fundé, hace veinticinco años, no me he dedicado a otra cosa que a La Abadía. Solo dos veces he tenido una actividad fuera de ella: he dirigido una ópera en el Liceu y un espectáculo en el Centro Dramático Nacional. Cuando la Comunidad me llamó para crear un teatro distinto en Madrid yo aseguré que me iba a dedicar a él completamente; al volver a España en 1970 -y todavía ocurre, aunque La Abadía ha contribuido a paliar en alguna medida esta situación-, había un muy mal uso de la lengua en el escenario: lo que se llama «alocución escénica». Durante mucho tiempo se ha entendido que hablar en escena significa hablar claro y bien pronunciado. No es eso. Claro y bien pronunciado tiene que estar, pero la cuestión es otra. Ésta fue una de las tareas que me puse, aparte de una formación de los actores con técnicas distintas a las que había aquí. Cuando hice al regresar «Informe para una Academia» creo que puse en la conciencia de las gentes de teatro el cuerpo físico, que hay que poner a disposición de la imaginación y de la poesía en el escenario. Y hubo un puñado de cosas esenciales que La Abadía puso a disposición de los espectáculos y, sobre todo, de los actores jóvenes... Volviendo a la pregunta, durante veinticinco años he desatendido mi carrera para centrarme en La Abadía: un trayecto personal que tiene que ver con aportar algo a mi país. Me he dedicado mucho tiempo a las cosas del oficio y ahora quiero dedicar a las cosas del alma. No es una declaración de meapilas; el alma existe aunque no se vea. Con 79 años uno sabe muy bien que su ciclo vital está cerca de su acabamiento. Y he querido hacer la sucesión de la manera más sensata: que haya una continuidad en el espíritu que se ha ido conformando durante estos años.

«En veinticinco años no me he dedicado a otra cosa que al teatro de La Abadía. Me he amarrado al palo mayor. Literalmente»

¿Qué cree que ha aportado La Abadía al teatro español?

No soy yo quien tendría que decirlo; son otros quienes han de hacerlo. Lo que sí puedo decir, y se puede ver en los espectáculos, se refiere a esa alocución escénica de la que hablaba, y que ha de transmitir sentido; y para eso no solo han de ser inteligibles, tiene que ver con cómo se relacionan entre sí. Y esto no se ha trabajado en ningún otro sitio. El panorama español es muy pobre, y nadie se para a examinarlo. Y esto, para mí, en este momento de la vida, es un motivo de tristeza. ¿Cómo es posible que de la descentralización que hizo Andrè Malraux en Francia no imitáramos más que el nombre del Centro Dramático Nacional (CDN)? ¿Hay en alguna autonomía o en alguna provincia un teatro nacional como el que hay en Toulouse? ¿Por qué eso no ocurre aquí? ¿Se lo ha preguntado alguien? ¿Se lo ha pedido alguien a los sucesivos Gobiernos? Es algo que me produce tristeza; no encono ni siquiera enojo. ¿Por qué en el tiempo en que ha vivido La Abadía han desaparecido cinco instituciones teatrales autonómicas? ¿Alguien se ha parado a preguntar por qué o por qué ha sobrevivido La Abadía con mucha menos dotación presupuestaria?

La Abadía ha seguido una línea de trabajo coherente...

Porque yo me he amarrado al palo mayor; literalmente, como se hace en la marina. Y en otros lugares no había nadie que lo hiciera. Yo comprometí toda mi vida profesional con La Abadía y soslayé cualquier otra actividad, incluso el cine. Había muchos aspectos de mi vida que yo estaba descuidando. Aunque el trabajo del teatro tiene que estar impregnado de alma, pero la gestión es tan devoradora del tiempo personal, que hace muy difícil atender a las dos cosas.

«En estos veinticinco años me he descuidado como actor; no he hecho "El Rey Lear", "Ricardo III" ni "El alcalde de Zalamea"»

Volviendo a la falta de teatros autonómicos, ¿tienen algo que ver nuestra idiosincrasia y la diversidad de lenguas, algo que en Francia no existe?

No tiene nada que ver. Se quiera o no, la lengua mayoritaria es el español o el castellano -a mí me gusta más el español-. Lo que no ha habido nunca es un proyecto de territorializar la cultura. Nunca. No ha habido ninguna preocupación por parte de ningún partido ni de ninguna personalidad política. Y reitero que me produce una tremenda tristeza. En otros países existe el «encargo educativo» que emana de cualquier institución pública y que busca el bienestar de la población, claro. La cosa más importante con que podemos contribuir a nuestros semejantes es con la educación. Y ese «encargo educativo», en el campo del teatro, es poner a disposición de la ciudadanía el archivo dramatúrgico de Occidente; de las ideas, de los conflictos, de las aspiraciones y de las ensoñaciones, desde Esquilo hasta hoy; y, claro, el patrimonio de nuestra lengua, que es ingente. Pero esto ni se les ha pasado por la cabeza. Ha habido «iniciativas» como la del CDN, que no puede girar; no hay teatros autonómicos que puedan «territorializar» la cultura. Pero nada más. Y todavía hay gente que se pregunta por qué La Abadía. En algunas Autonomías hay dos o tres escuelas de Arte Dramático de las que egresan cada año de diez a quince actores que van directamente al paro. ¡Dios mío! El 80 por ciento de los actores españoles no alcanza el salario mínimo, y los que ganan más de 12.000 euros al año lo hacen gracias al pluriempleo. Lo digo con todo el dolor de mi corazón, con profunda tristeza. Y eso en un país que tiene una fortuna histórica incalculable en su lengua. El escenario es el sitio donde la lengua se manifiesta con su mejor sonido y su mejor sentido. El escenario es una escuela maravillosa de cómo aprender a usar la lengua. Todo esto se ha olvidado... Yo me he dedicado estos veinticinco años en La Abadía a esto, y puedo ser ejemplo vivo. Pero ha llegado el momento, insisto, de dedicarme a las cosas del alma. El balance es satisfactorio, en cualquier caso, porque he cumplido buena parte de la tarea que me propuse. Incluso como actor me he descuidado; no he hecho «El Rey Lear», «Ricardo III», «El alcalde de Zalamea». He hecho los espectáculos que he creído convenientes para la casa, y que se podían asumir. Sí he hecho «La Celestina», pero eso es porque quería ponerme el listón muy alto.

«A todo el mundo se le llena la boca de palabras sobre la cultura, pero las acciones son muy magras. Muy magras»

¿Personajes como Unamuno y Azaña, que usted va a interpretar de nuevo ahora, le ayudan en ese «cuidado del alma» al tiempo que llevan al público esa lengua de la que habla?

Yo creo que sí. Un ser humano tiene muchos aspectos, y uno es ser ciudadano. Estos días me tropiezo con patriotismos intensificados y con culpabilizaciones de menguante patriotismo por parte del contendiente. Unamuno dice, y eso me ayuda a entender muchas cosas: «A nadie, sujeto o partido, grupo, escuela o capilla, le reconozco la autenticidad -y menos aún, la exclusividad- del patriotismo. En todas sus formas, aun las más opuestas y contradictorias entre sí, siendo de buena fe, cabe la salvación civil». Mejor no se puede decir. Y dice: «Profeso que lo que ciertos cuitados han dado en llamar la anti-España no es sino otra cara de la misma España, que nos une a todos con nuestras fecundas adversidades propias». A mí esto me ayuda a vivir con el que tiene una opinión distinta, porque yo quiero convivir con él; no quiero matarlo ni excluírlo. Estas cosas ayudan a vivir. Azaña decía además que el Estado debía ser «defensor y propugnador de la cultura». Lo que pasa es que esta opinión no la han compartido los políticos que le han sucedido a lo largo de los años. Esta preocupación por la cultura no se ha manifestado a través de la acción, sino solo en palabras. A todo el mundo se le llena la boca de palabras sobre la cultura, pero las acciones son muy magras. Muy magras.

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