La eterna zarzuela

María Miró, Borja Quiza y Cristina Faus Javier del Real

Alberto González Lapuente

Una y otra vez es necesario preguntarse sobre cuál ha de ser la forma correcta de interpretar a los clásicos; sobre cómo poner en valor aquellas cualidades que perpetúan la obra adjudicándole una impronta de intemporalidad. Sucede ante « El barberillo de Lavapiés », zarzuela de Larra y Barbieri a la que nadie le negará su condición de obra maestra y el entronque con una idiosincrasia aún vigente. Ayer se estrenó una nueva producción en el Teatro de la Zarzuela y buena parte del entusiasmo general, que fue mucho, se concitó gracias a un texto cuyas referencias sociales y políticas conservan un poso de actualidad , casi ciento cincuenta años después de su estreno.

Pero la anécdota, con toda la algarabía que supone, apenas es un detalle ante la categoría de una propuesta escénica profundamente coherente con el modelo y, al tiempo, minuciosamente ensamblada. Sin duda, el trabajo de fondo es formidable , pues solo desde el conocimiento exacto de la materia es posible construir un teatro tan respetuoso, tan evocador y tan cercano. Rápido, ágil e inmediato, gracias a que Alfredo Sanzol ha aligerado profundamente un texto que se dice con premura y que también se canta con aceleración y contagioso nervio bajo la dirección José Miguel Pérez-Sierra . Que la orquesta titular suene excepcionalmente conjuntada y el coro cante con semejante empaste es un detalle que fortalece la autoridad del primer reparto. Particularmente la presencia de Borja Quiza , sobrado de medios y de vis cómica; y la de Cristina Faus , la voz espesa y expresiva, ambos Lamparilla y Paloma. A su lado la emisión más puntiaguda de María Miró , propia de una madura marquesita o la regularidad de Javier Tomé como Don Luis.

Luego, la vista ha de fijarse en cómo la iluminación de Pedro Yagüe rememora el viejo teatro con el grueso de la acción situada en el proscenio. En la manera en la que se sustancian espacios a base de varios paneles negros que evolucionan en un escenario sin decoración. Tiene fuerza y es eficaz el gesto porque construye la escena por si solo y crea la ilusión de un Madrid dieciochesco, mezcla de lo culto y lo popular, lo divertido y lo peleón. La época la dibuja el vestuario de rasgo histórico y colores pálidos de Alejandro Andújar y la coreografía de Antonio Ruz , fusión de antiguas maneras y modernidad. Efectivamente, nadie le negará a «El barberillo de Lavapiés» su condición de zarzuela referencial, sobre todo si el debate teórico se construye en el escenario con la rotundidad, la elegancia, e incluso la exquisitez, con la que ahora lo propone esta producción.

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