El tocino y la velocidad

Más que a una versión castiza del homónimo álbum conceptual de Pink Floyd, el planteamiento escénico de La Teta Calva en «El muro» parece más bien responder a la traducción de una serie audiovisual «tarantiniana» que saturara ruidosamente una narrativa alambicada y rauda poblada por seres al límite. Hay algo admirable —pero propio de Sísifo— en este esfuerzo del «como si», como si se tratara de una película gamberra y desesperada, a la vez un musical en directo y un melodrama social, todo desde las modestas dimensiones de un rectángulo y sus zonas aledañas. Queda por saber si en este trance el teatro gana más que pierde.

La reconocible atmósfera posmoderna —motel cochambroso por el que pululan cazadores traficantes, limpiadoras transformistas, músicos cutres y otros híbridos del bestiario urbano de la imaginación nocturna— alrededor de la anti-heroína de «El muro», Rosi, artista extraviada desde la infancia , permite —e incluso exige— que la obra genere, al mismo tiempo que se desarrolla en escena, un comentario autorreflexivo.

Así, toda peripecia, cada pieza del deteriorado puzle psicológico de la artista en horas bajísimas, queda puesto en perspectiva, sea por alguno de estos sospechosos habituales , sea por el maestro de ceremonias, un cantante de orquesta de bodas-bautizos- comuniones que nos introduce en este tragicómico paisaje emocional.

En el «tour de force» colectivo, donde los actores se persiguen, interactúan, gritan y cantan, sometidos a un extenuante ejercicio de versatilidad —no es un texto sencillo, además, y se expresa a borbotones a través de una pulsión verborreica en la mayoría de los casos—, lo que paradójicamente más resplandece es lo físico, una determinada mímica autista.

Ese silencio animal que abotarga por momentos a Rosi (Merce Tienda) y donde «su caso» más sabe decirse, transmitirse, sin necesidad de ser explicado o, peor, alegorizado en un contexto sociológico.