Bienal de Flamenco de Sevilla

La técnica superlativa de Daniel Casares

El guitarrista malagueño presentó con buena fortuna su nuevo álbum, «Guitarrísimo»

El guitarrista malagueño durante su actuación en la Bienal de Flamenco de Sevilla Juan Flores

Luis Ybarra Ramírez

Dicen que compone con los ojos chapoteando en el agua de su Málaga natal . Y allí arranca, con esa estampa, por alegrías, plantando los primeros arbustos de un laberinto del que siempre sale ileso. Él lanza trasmallos tras las palmas sin quedar nunca atrapado en ellos, resolviendo sin apuro la maraña . Cuerdas tapadas, rasgueo y a dibujar el litoral. Cambios rítmicos, alzapúa, silencio, cristales en la superficie del mar, picados y a lucir. Su izquierda dice alegrías y su derecha responde que tanguillo. A rachear las olas, a anunciar con una media sonrisa lo que está por venir: alarde, claro. Exceso, también, pero, por suerte, mucho más.

Daniel Casares ha concebido una obra idónea para estos tiempos de obligada soledad en los camerinos . Una obra valiente. Él, una silla y dos palmeros. Nada más. Y se defiende con una técnica superlativa, de ahí quizá lo de «Guitarrísimo», que define todo lo que toca. Que se inicie con vítores y aplausos el eterno o, más bien, reciente debate acerca de impostura y hondura en la generación a la que él pertenece. De aspaviento, fondo y superficialidad. En el otro escenario activo de la ciudad, una gitana de Lebrija daba unas punzadas a las que no sabe poner nombre y aquí un músico de piel tostada se sentaba ante el espejo del público a ejecutar y contemplar sus movimientos. A medirse. Lo rico es que todo encierra la etiqueta de flamenco . Lo mejor que aún tenemos donde elegir y que ninguna dirección es perenne donde hay evolución. Decirnos a los jóvenes que andemos despacio es pedirle a un galgo que tranquilamente pose sus mandíbulas cuando pueda sobre la presa que huye por allí; no nos engañemos. La tendencia es la tendencia. Y cuando escribo esto Casares ya viene con la captura a la boca. Corre pulcro, salta. Y yo tengo las córneas y los tímpanos lastimados ya de escuchar y de mirar, o de buscar, mejor dicho, el revoltoso colibrí que tiene a la derecha.

La taranta «Mi refugio», acudan rápido al álbum, resulta deliciosa. Se le apagan los candiles, le sopla a los trastes, un ligero polvo de melancolía se deshace en las yemas de sus dedos con cierta resignación. El Alcázar con una congoja de felicidad extraña, de ternura sostenida en el trémolo creciente con el que sacude las cuerdas, deglutiendo toda la oscuridad de perfil. Y es que hay un pozo de clasicismo en las composiciones que ha ideado que le aportan razón de ser. La ejecución es sublime , vale. A veces, con detalles innecesarios que valen para presumir, pero que en realidad no aportan sustancia ni belleza. De nuevo el conflicto anterior, sí. Sin embargo, no se aleja por complejos vericuetos de la raíz, aunque ponga tres notas donde caben dos y se le derrame lo que hay en el vaso. Ya tendrá tiempo, eso seguro, de no tocar para nadie más que para sí y sin tener que demostrarse nada.

La soleá está dedicada al compositor tauromago, y clásico también, de Sanlúcar: José Miguel Évora, hermano de Manuel. Nudillos sobre la mesa que como cascos de caballos aplastan la arena de esta orilla tatuada en el imaginario colectivo y a seguir con este concepto intimista de recital. Por guajiras continúa explorado lo imposible, asomándose peligrosamente al precipicio que se hunde en la boca del instrumento. Una entrada libre da paso a los tangos y, después, el zapateado. Queda algo de Sabicas en esa polirritmia airosa tan característica del tanguillo . Para entendernos: un reloj. Los pies del bailaor Sergio Aranda se suman para marcar, planta y tacón, sombrero de ala ancha a la cabeza, el tempo de este estilo tan en desuso en la danza.

«Suspiro al cielo», con la mirada puesta en quienes esta trágica pandemia se llevó, surgió cautelosa como un dardo. Un puñado de lágrimas resecas, radicalmente tristes, en mitad del camino, del espectáculo. Un ay por lo de ayer para pedir que no pase mañana. Finalmente, una bulería de seda sobrecargada de contratiempos despidió el concierto, dejando a la audiencia como se debe en estas situaciones: con ganas de un poco más, para que vuelvan . Sin bises, sin regalos, sin nada.

Repetir una y otra vez lo mismo, cuando está visto que no funciona, nunca es una gran idea, y además nos puede convertir en guitarrista, por aquello de la repetición. La técnica en sí no sostiene un mensaje , porque es el vehículo, no el fin. No ha de ser, por tanto, definitiva ni mucho menos definitoria. Pero el que la posee, y tan avanzada como Daniel Casares, recurrirá encandilado a ella. Nada que no cure eso que dicen que solo dan los años.

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