Bienal de Flamenco de Sevilla 2018

«¡Qué dinastía has dejao!»

Farruquito saca los pañuelos blancos en la otra Maestranza

Farruquito en el espectáculo de la Biena de Sevilla 2018 Vanessa Gómez

Marta Carrasco

La Bienal de Flamenco de Sevilla lleva dos días apellidándose Maestranza. Si el primer día a Israel Galván le sacaron los pañuelos blancos en el coso taurino que preside la Giralda, esta noche ha sido en la otra, en la que está delante de la Caridad, donde el público ha sacado metafóricamente los pañuelos blancos tras la faena de un bailaor de la tierra y del universo: Juan Manuel Fernández Montoya, «Farruquito».

«Farruquito» sabe que a Sevilla se viene a darlo todo. Lo sabe porque es de esta tierra donde aprendió en familia, a la antigua, a la manera de los grandes clanes, cómo se baila flamenco. Pero no por ello ha dejado en esta ocasión de introducir otros lenguajes sonoros más acordes con este bailaor del siglo XXI, aunque iniciara el espectáculo, como muchos de los suyos, con el rendido homenaje a su abuelo Farruco , iniciador de esta dinastía que tantos artistas está dando.

Oro viejo en un óvalo enmarcado al fondo del escenario. En silueta, con sombrero calado, el bailaor. El escorzo es su abuelo, «Ole, qué dinastía has dejao», le grita Rosario la Farruca, madre del artista, recordando a su padre y maestro.

En el escenario una especie de «sagrada cena» con los cantaores alrededor de una mesa y en oscuro. El baile de Farruquito tiene el color añejo qué prefieren los más ortodoxos, y la fuerza y la energía que quieren los más jóvenes. Con esa mezcla es imposible equivocarse, sobre todo cuando escuchamos los sonidos del bajo y teclado de Melchor Santiago , y de la increíble y flamenquísima flauta de Juan Parrilla .

El público, que abarrotaba la sala, estaba entregado, incluso con celebridades en este coso sin albero: Curro Romero, Rocío Molina, Marina Heredia.. ., respondieron a la llamada de los Farruco.

No hubo un sólo momento de descanso. De la soleá a la soleá por bulerías de Juan Fernández Montoya. Extremos los zapateados, hasta tal punto, que el público empezó a aplaudir en uno de los remates mucho antes del final, extasiado por el virtuosismo de este hombre que, con la madurez encima desde los quince, ya maneja el escenario como nadie. La soleá es su palo fuerte , su insignia, lo sabe y se recrea en los remates, uno y otro sin parar, pero sin olvidar el necesario silencio que necesita un baile porque todo palo precisa reflexión y no sólo destreza.

Pero no se engañen. Farruquito sabe bailar parado, pastueño, que decía Escudero aunque no fuera gitano, y por taranto mete los pies, pero también los brazos, se recrea y está a gusto. Sonríe, se le nota. Sevilla se le rinde sin condiciones.

El hijo de Pilar Montoya, la Faraona, es Barullo . ¡Mira que me recuerda a su abuelo! a quien precisamente tan poco conoció por edad. Pero el temple de su caminar por la escena, la manera en cómo remata ladeado, y la forma de poner el zapato para iniciar su ceremonioso caminar, produce un pellizco en la memoria que emociona. Bailan Farruquito, Barullo y Polito con los bastones. Todo queda en familia.

Los volantes llegaron de la mano de la jerezana Gema Moneo, otra que lleva estirpe en sus tacones y en sus gestos, la casa de los Moneo. La bailaora por alegrías con bata de cola blanca. No tiene el baile la estructura clásica, pero hace una versión que se imbrica con el resto del espectáculo al que no le ha faltado de momento la energía.

Transición de Moneo y Farruquito, baile de pareja como nunca le habíamos visto al bailaor, con gusto, con una música de instrumentos hasta ahora poco usados por el artista, pero que pone el momento más lírico y donde se lucen ambos en los brazos y sobre todo en demostrar que también con a a tiempo pausado el flamenco puede ser así de gustoso y quien lo sabe, lo puede hacer.

Sube Farruquito a una mesa. Tras él un intenso fondo rojo y los cantaores alrededor, así como la guitarra de Yerai Cortés . Y por la esquina la primera sorpresa de la noche, Antonio Manuel Alvarez Vélez, «Pitingo» , el cantaor ayamontino se arranca por los fandangos de su tierra, para que el sevillano los baile. La otra sorpresa anunciada, el Cigala, no llegó.

Pero aún quedaba algo más cuando ya parecía que el espectáculo había roto todas las camisas del respetable, y fue la aparición de Jorge Pardo para que Juan Fernández Montoya hiciera un baile con el saxofón del genial músico. «Farruquito» puede bailar con lo que quiera. No necesita ser puro, ni decir que lo es, ni tampoco que se lo digan. Nació así y ya está. Su baile tiene el artificio que él quiera darle.

Es un espectáculo concebido para lucir el baile, aunque a veces la escasa luz, sobre todo en los primeros veinte minutos, no nos dejaban ver bien a los artistas. Porque un bailaor no sólo baila con los pies, sino también con sus gestos y con su cara, como luego se demostró. Salvo el detalle de la penumbra, que tan de moda está ahora en los teatros, la obra fue un canto al flamenco, a los gitanos, recordando a Camarón con su «Leyenda del tiempo», y diciéndole a quien quiera escuchar que un bailaor puede ser flamenco con las magníficas voces de Mari Vizárraga, Antonio Villar o María Mezle, o con el saxofón de Jorge Pardo. En este caso es cuestión de genes.

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