Katy Perry, carnaval de diseño en el Palau Sant Jordi

La cantante cerró en Barcelona su gira europea con un show de impacto audiovisual

Katy Perry, anoche durante su actuación en Barcelona ORIOL CAMPUZANO

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En el pop 2.0, ese en el que no basta con las canciones para ganarse un pedazo de podio, el medio es el mensaje y el envoltorio, preferiblemente deslumbrante, tiene que lucir tanto como el más adhesivo de los estribillos. Lo sabe bien Katy Perry, quien lleva ya unos cuanto años embotellando sus fantasías pop en milimetrados e impactantes espectáculos de alto voltaje visual y un entretenidisimo sentido del directo.

Espectáculos como el que sirvió anoche en el Palau Sant Jordi de Barcelona, única parada española de la gira de presentación de «Witness» y nuevo festín de proyecciones de alta fidelidad, barra libre de hielo seco y confeti, y exhibición de ingenios tan variados como los gigantescos dados de «Roulette», los labios de tamaño descomunal de «I Kissed A Girl», la canasta de baloncesto de tamaño XXL de «Swish Swish» o ese artefacto volador con pinta de araña metálica sobre el que apareció sobre el escenario con veinte minutos de retraso.

A sus pies, cerca de 12.500 personas -casi todas las entradas puestas a la venta, según la promotora- que no perdían detalle del escenario del mismo modo que el gigantesco ojo que presidía el escenario desde la pantalla , algo así como un Sauron de azul penetrante, no perdía detalle de ellas.

Como Lady Gaga, la cantante estadounidense ha querido desmarcarse con un disco más personal, reflejo de la crisis de identidad que la asaltó tras las turbulencias de «Prism», su anterior trabajo, pero a la hora de la verdad todo son estructuras móviles y pasarelas levadizas, petardazos, modelitos extravagantes y músculo electrónico reforzando los espasmos de «Chained To The Rythm» y «Dark Horse». Un carnaval de diseño y con sonido algo plomizo reforzado por media docena de bailarinas que lo mismo desfilaban con una televisión encasquetada en la cabeza que volaban por los aires en «Teenage Dream», desaparecían del escenario para dejar pista libre a dos flamencos articulados y, acto seguido, reaparecían en «California Gurls» bailando junto a un tipo disfrazado de tiburón como el que arruinó la actuación de Perry en la Super Bowl de 2015.

Perry, durante su concierto en Barcelona ORIOL CAMPUZANO

Con «Déjà Vu» y «Tsunami» llegaron las rosas gigantes, ese sombrero como de ensaimada luminiscente y las acrobacias gimnásticas y dejó de importar que su último disco no haya enriquecido demasiado el catálogo musical de la estadounidense o que no sea la más diestra en el baile: cuando de lo que se trata es de conseguir que el público se vaya a casa con la sensación de que ha merecido la pena pagar el precio de la entrada, Katy Perry sigue sin tener rival.

Y es que, por un puñado de euros, uno podía ver plantas carnívoras e insectos gigantes zumbando alrededor de «E.T», contemplar cómo la cantante sobrevolaba la pista montada en una réplica de Saturno mientras sonaba «Wide Awake», decidir si ese momento de parloteo con una chica del público se dilataba demasiado, hipnotizarse con el movimiento de sus alas de pega... Y, ya puestos, regalarse los oídos con estribillos imbatibles de «Roar», «Pendulum» y «Firework», despedida y cierre de una noche que, para rizar el rizo, Perry cerró levitando sobre la pista subida a un reloj y desapareciendo en la palma de una gigantesa mano. Era su última noche en Europa y algún tramo de la velada resultó un tanto deslucido -la inevitable parte de las baladas, sobre todo-, pero, una vez más, la estadounidense consiguió seducir con un montaje de alto impacto. Pop audiovisual en su formato más generoso y entretenido.

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