Jorge Drexler: «Bailar y pensar al mismo tiempo es posible»

El músico uruguayo, que este año ha hecho historia ganando tres Grammy Latinos, repasa su vida y obra en esta entrevista

El músico uruguayo Jorge Drexler, fotografiado en su casa madrileña del barrio de Chueca ISABEL PERMUY

Nacho Serrano

Las estanterías del piso de Jorge Drexler (Montevideo, 1964), en el barrio madrileño de Chueca , son un reflejo de su personalidad. Acogen, no exhiben. Sin orden ni concierto, colocados sin voluntad de epatar, se mezclan los premios y los instrumentos, los libros y los discos. Los hay de todo tipo, percusión, viento, cuerda; jazz, rock, pop; ficción, historia, medicina. Un vetusto catálogo de partituras de los Beatles comprado en una tiendita de Jerusalén , que describe como uno de sus «bienes más preciados», ocupa un lugar especial. Está bien escondido. Y en una vitrina algo polvorienta hay un par de gramófonos dorados. Le pedimos que saque uno para la foto de esta entrevista, pero resulta que son «los viejos», los que ganó en 2014 ( los tres que se llevó hace un mes «todavía no han llegado»). Le decimos que da igual, que la gente no lo va a notar si tapa la plaquita del año con los dedos. Pero dice que no, que le da vergüenza, que ponerse en plan exhibicionista le da «uruguashez».

Para entender el origen de ese libro de los Beatles, y de muchas otras cosas en su vida, habría que remontarse a la historia de la familia de su padre.

Eran judíos alemanes . Escaparon del nazismo en 1939, muy tarde, cuando ya había ocurrido la noche de los cristales rotos en Berlín, que es donde vivían. No se lo podían creer, no lo vieron venir. Creían que era algo pasajero y además amaban Alemania , eran súper alemanes. No podían creer que algo así fuera a suceder. Se fueron quedando, se fueron quedando, y fueron de los últimos que salieron. Pocos meses después, ya no se podía salir. De hecho, cuando fueron a pedir visado, el único país que se lo dio fue Bolivia, porque se habían cerrado las cancillerías de todos los países a los que intentaron ir primero: Argentina, Uruguay, Estados Unidos . Tenían familia en Latinoamérica y por eso querían ir a Argentina o a Uruguay, pero en una maniobra bastante vergonzosa, hubo una convención en Lima donde se decidió que estos países, como no se sabía qué iba a pasar con la guerra, dejaran de dar visados para no enemistarse con el Reich. Salvo Bolivia. Allí mi padre vivió desde los 4 a los 12 años, y allí murió mi bisabuelo, nació mi tío… En Oruro, en el Altiplano. Después se fueron a Uruguay, campeón del mundo de fútbol, la Suiza de América, un país próspero y con un altísimo índice de alfabetización y de cultura.

Ahora sigue siendo un modelo en muchas cosas.

En muchas cosas, sí, pero en otras… Estoy muy orgulloso de mi país, lo que pasa es que los que viven allí todo el tiempo ven más las carencias que no vemos desde fuera. Allí, en la facultad de Medicina, mi padre conoció a mi madre, que no es judía. Y contra todo pronóstico formaron una familia, teniendo orígenes muy diferentes.

En su infancia fue muy importante una vecina, María Elena Abella, que le cuidaba cuando sus padres estaban trabajando.

Era profesora de piano clásico, y fue como mi tercera abuela. Cuando murió, me dejó su piano de regalo. Está en Montevideo, así que lo disfrutan más mis hermanos, aunque yo voy cuatro veces al año. María Elena tenía una hija tupamaro presa, y encontró en mí y mis hermanos los hijos o nietos que no tenía. Casi nos adoptó, porque mis padres trabajaban muchísimo en ese momento. Recuerdo que sobre su piano tenía una foto del Guernica gigantesca. Me vio jugando con el piano y les dijo a mis padres: «Parece que el niño tiene oído». Y empezó a darme clases.

Aprender a tocar música bajo un Guernica tiene un simbolismo brutal.

Fíjese si llegué a asociar ambas cosas, que cuando nos mudamos de casa pusimos una reproducción del Guernica sobre nuestro piano. Para mí, estaba asociado al piano, era una extensión de él, con esos colores blancos y negros. La fotografía mental del cuadro y el piano pasó a formar parte de mi fondo visual. El año pasado, en el 80 aniversario del cuadro, toqué frente a él en el Reina Sofía, en un homenaje de Radio 3. Y pude estar tan cerca como para olerlo.

¿Cuándo se mudó con su familia a Jerusalén?

Después de sufrir la dictadura uruguaya. Mis padres tuvieron muchísimos problemas, no estuvieron presos, pero eran abiertamente de izquierdas, y los médicos de izquierdas eran muy vigilados por el régimen, porque la guerrilla acudía a ellos cuando había que curar a un herido. Llegó un momento en que se hizo insoportable. Al mismo tiempo, mi tío ya se había ido a Israel, y en mi casa había esta visión milenarista de regreso a la Tierra Santa, por la familia de mi padre. No por la de mi madre, que era completamente uruguaya, de muchas generaciones, y agnóstica. Yo crecí en una casa en la que se daban bandazos identitarios. Había una época muy laica, otra en la que celebrábamos la Navidad, otra en la que celebrábamos Pésaj, Rosh Hashanah, de repente a mi padre le daba con que estábamos desarraigados y nos mandaba a clases de hebreo… Yo no tenía amigos judíos cuando era chico, me crié en un entorno diverso, de escuela pública. Mi tío era judío y se vestía de Papa Noel (risas). Y mis abuelos maternos y paternos se querían mucho, muchísimo, aunque eran muy diferentes. Mi abuelo paterno era un judío comerciante, y mis abuelos maternos, que eran descendientes de asturianos, eran unos idealistas. Pertenecían a un movimiento de maestros inspirado por la Escuela Libre de Enseñanza de los tiempos de la República española, y con dieciocho años montaron una escuela rural autosustentada en la que después nació mi madre. A mí, de alguna manera me convirtieron en el eje. Era el nieto varón mayor, y me pusieron los nombres de los dos abuelos, como para hacer una pax familiar (risas).

En su colegio de Israel le permitían faltar a clase, siempre que fuera para practicar piano.

En el año 79, cuando viajé, la dictadura uruguaya estaba en su punto álgido. Llevaba durando seis años y parecía que no iba a acabar, estaba muy consolidada y ya se creía eterna. No veíamos lo que empezó a pasar a partir del plebiscito del año 80. El clima de opresión en el que me crié es indescriptible, porque una dictadura, en un país chiquito es mucho más densa, llega a todas partes, hasta los cajones de la ropa. En la mesa, en nuestra casa, bajábamos el tono si se hablaba de política. En clase yo cantaba el himno formando filas, con el pelo al raso y el uniforme al completo. Mucha represión en todos los ámbitos de la vida. Cuando llego a Israel, lo que más me llamó la atención fue la libertad. El polo opuesto. Se acababa de firmar la paz con Egipto, y aún no habían empezado las horrorosas guerras del Líbano, no había llegado el desastre moral de las guerras de ocupación. Eso carcome a un país desde dentro. Pero entonces era un país donde se respiraba la libertad. Allí fui a mi primera manifestación, escribí mi primera canción, di mi primer beso, fui a mi primer concierto… con ¡Eric Clapton! Un día en la escuela, vi un piano en un auditorio y me senté a tocarlo sin pedir permiso. De pronto, detrás de mí estaba la directora. Yo no sabía qué decir, cómo pedir perdón, eso en Uruguay hubiera sido una falta gravísima, pero ella dijo: «¿Sabes tocar? Cada vez que quieras faltar a clase puedes venir aquí a practicar». Había incluso un clima de libertad sexual, baños para chicos y chicas, yo estaba fascinado.

Allí se fraguó una relación entre música y libertad.

Entre música, sexo y libertad (risas). Me di cuenta de que la música tenía ese poder de liberarte y de curarte en el amor. Y allí pasó otra cosa muy importante: Israel dejó en mí la semilla del cosmopolitismo. Yo no la detecté en ese momento, la ví más tarde. Tuve que aprender inglés, abrirme a otra cultura, y en medio de todo eso recibí todo el rock inglés. Además, Israel estaba muy bien preparado para la aclimatación de los recién llegados. No vives en una casa, vives en una casa de integración, con gente de Irán, Rusia, Sudáfrica, Argentina… Para jugar al baloncesto tenía que saber contar en ruso.

Entonces, la vuelta a Uruguay sería dura.

Sí, la viví con mucha pesadumbre. Incluso llegué a escaparme de casa porque no quería volver. Ya en Uruguay, me prometí a mí mismo terminar la secundaria y volver a Israel. Pero eso me hubiera llevado a tener que luchar en la guerra del Líbano. Creo que mi padre se dio cuenta de eso, y le dio miedo. Pero llega 1980, el plebiscito en Uruguay, y sale el «no», la bofetada a la dictadura. Ahí empezó a generarse un movimiento de resistencia, y de pronto me doy cuenta de que tengo 17 años y estoy en el centro de un cambio social monumental. Entro en la facultad de Medicina, en el 83, y la dictadura cae en el 84. Viví las manifestaciones, e incluso el decano nos dejó las llaves de la facultad. Éramos los dueños de Medicina.

¿Fue un líder estudiantil?

Yo nunca tuve militancia política. Me crié en un entorno tan hiper-politizado que, cuando empezó todo,… Yo ya había estado fuera, y veía las estructuras de partido y no me las creía. Veía sus intereses de poder. Pero estuve en todas las manifestaciones, y aunque no estábamos afiliados a ningún partido sí éramos de izquierdas. Formé la Comisión de Cultura de Medicina con otros compañeros, pero sin filias partidistas. Allí aprendí mucho de gestión cultural.

En ese momento, empezó a escribir textos.

Sí, y a partir del 89 junté textos y música, y empecé a escribir canciones en serio.

Cuando publicó sus dos primeros discos, decía que las letras eran un quebradero de cabeza. Lo cual resulta curioso, claro.

Lo son todavía (risas). Yo me consideraba lo primero guitarrista, después músico, después cantante, y en cuarto lugar, letrista. Las letras eran siempre lo último que hacía, porque no tenía más remedio. Me pasé los dos primeros discos intentando encontrar a alguien que me escribiera las letras, pero entonces me di cuenta de que nadie podría hacerlas por mí. Da mucho dolor de cabeza escribir letras, eso nadie te lo dice. Pero como tenía formación poética, y paciencia para sentarme delante de un papel, lo conseguí. Para hacer buenas canciones, hay que saber acordes, pero además de eso tienes que saber, o por lo menos querer, la palabra. No hace falta estudiarla, vale con quererla. A regañadientes, me convertí en escritor de letras y, curiosamente, lo que más empezaron a pedirme otras personas fue eso, letras.

Demos un pequeño salto a 1995, al mítico encuentro con Sabina, tras el cual él le sugirió que se viniera a nuestro país. Creo que en ese momento, usted pensaba que a quien se llevaría a España era a su ídolo, Eduardo Darnauchans.

El «Darno» era uno de los músicos que llevábamos a tocar a Medicina. Estaba en mi panteón de artistas uruguayos. Siempre pensé que se parecía más a Sabina que yo, pero vivía una vida de excesos y era difícil dar con una noche en la que fuese capaz de transmitir su talento. Yo me mantenía más como en la sobria ebriedad de Escohotado, mantenía la sobriedad suficiente como para poder tocar. Esa noche que fui telonero de Sabina, él no pudo escucharme. Pero después apareció en el camerino y me dijo: «No he podido verte, por favor toca algo aquí y ahora». Cogí la guitarra, le canté una canción y me dijo: «¿Tienes algo que hacer? ¿No? Vente a Madrid». Dos meses después llegué aquí.

El inmigrante

Diez años después de aquello, siendo ya un artista de éxito a ambos lados del charco, Drexler ganó el Oscar a la mejor canción por «Al otro lado del río». Como todos recordamos, no le dejaron cantarla en la gala, lo hizo Antonio Banderas . Pero que la estatuilla esté por ahí entre los estantes del salón, sin destacar por encima del maremagno de objetos e instrumentos, no se debe a la persistencia de un sabor agridulce tras aquella polémica. El autor ya dijo en su momento que a pesar de su queja inicial (envío una carta a los medios, mostrando su desagrado por la decisión de la Academia), después supo que «eso pasa mucho en los Oscars, que no dejan cantar a los compositores». El tiempo de entrevista se nos acaba, así que desviamos la conversación hacia otra cosa muy importante que sucedió en los meses siguientes. Se separó de la artista Ana Laan, y colaboró por primera vez con Leonor Watling , su actual pareja.

En su disco «12 segundos de oscuridad» (2006) grabó por primera vez con Leonor, ¿verdad?

Sí, pobre. Fue una colaboración que no estuvo a la altura de la artista. Fueron sólo unos coritos en una canción. Me arrepentí después. Es difícil encajar a una invitada en una canción que ya está muy cerrada. Le tenía que haber dado una estrofa entera. Pero eso pasa muchas veces. Cuando Sabina colaboró en una canción mía por primera vez, hice lo mismo. Sólo unos coritos. Y la gente me dijo: «¿pero estás loco? Tenés a Sabina y no le dejás una estrofa?». Todo es por ser uruguayo. Los uruguayos somos muy pudorosos para todo, también para pedir las cosas.

Acercándonos un poco más a la actualidad, ya inmersos de lleno en la era digital, ¿cómo resultó aquella aplicación de móvil que inventó, con la que se podían alterar sus canciones a gusto del usuario?

Ese es el experimento más lindo y más loco que he hecho en mi vida. Estoy muy orgulloso de ello. Hoy en día está descatalogada, porque al cambiar el sistema operativo se necesitan miles de euros para actualizarla. El año que viene voy a intentar relanzarla. El otro día se la mostré a una persona de iTunes y le pareció una cosa increíble. Espero que no me robe la idea, como hicieron otros… Después se lo cuento fuera de micrófono. Aquella aplicación al final nadie la usó. En ese momento hubo un equipo muy motivado para diseñarla, pero ahora, después de la burbuja de las «apps»… Para mí, de todos modos, fue un ejercicio poético, no comercial.

Llegamos a los Grammy de hace un mes, donde dejó con un palmo de narices a los artistas urbanos y de reguetón.

Lo que yo creo que necesita el reguetón… aunque se ve que no necesita nada, porque está arrasando… Lo que necesita para gustarme a mí, que soy el oyente más insignificante, que no soy su «target», es que se trabajen mejor los afectos y las ideas. Bailar y pensar al mismo tiempo es posible. Eso se aprende muy bien escuchando a Caetano Veloso. Pero, por desgracia, el reguetón está muy restringido a un sector de la realidad humana.

De los tres premios, quizá esperaba mejor grabación por «Telefonía» y mejor disco cantautor por su último álbum, «Salvavidas de hielo», pero ¿que «Telefonía» también se llevase mejor canción?

No salgo de mi asombro. Además, para mí la canción del año era «Malamente», y J Balvin debía haberse llevado algún premio más, seguramente incluso alguno de los que me llevé yo. Pero «Malamente» sí que me parecía claramente la canción del año, también porque «Telefonía» había salido hace mucho tiempo y estaba cansado de ella (risas). Pero es una buen canción. Tengo otras mejores, pero esta me pone muy contento cuando la toco, me sale la sonrisa. Eso casi nunca me pasa. La compuse en este mismo sofá en el que estamos sentados ahora.

El ambiente en una gala de los Grammy, ¿es tan «cool» que puede congelarte?

(Risas) No es muy «cool», en realidad no hay código de etiqueta como en otras galas parecidas. Puedes ir como quieras, más relajado. Pero las alfombras rojas, todos sabemos lo que son. Lo lindo es no tomárselo en serio, sumergirte como un escafandrista y divertirte lo más que puedas. Lo que no me gusta es Las Vegas, es una ciudad que me entristece, es todo de cartón piedra. Por eso, un premio que resulta difícil creer que lo mereces, resulta aún más difícil de creer en un contexto tan irreal como el de Las Vegas.

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