Calamaro de la Puebla

Apoteosis total del ‘crooner’ argentino en un WiZink Center lleno con 15.000 personas

Andrés Calamaro, en el concierto en el WiZink este martes en Madrid Isabel Permuy
José F. Peláez

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No tengo claro a quién he visto más veces en mi vida, si a mi madre, a Morante o a Calamaro. Tengo dudas. En cualquier caso, los tres forman la terna de personas que mejor conozco del mundo y solo viéndoles la cara soy capaz de proyectar lo que va a suceder el resto de la tarde. Y, si me apuran, de la vida. En ocasiones sus personalidades se entremezclan y aparecen híbridos, como ayer, cuando en el Palacio de los Deportes Calamaro se fundió con Morante y apareció en escena Andrés Morante . O, mucho mejor, Calamaro de la Puebla, con lo mejor y lo peor de ambos; es decir, la genialidad de un superdotado, la mirada de un genio y la pose de una estrella pero con esa obsesividad errática, con el despiste del que no sabe a lo que se enfrenta y con las manías propias del que ha triunfado tanto que se puede permitir cualquier fracaso.

A Andrés de la Puebla le molestan los flashes. Y lo dejó claro unas cuarenta veces. En lugar de entender que entre las 15.000 personas que llenaban el WiZink Center hay de todo y que, por lo general, la gente se porta bien, decidió enrocarse en gestos, manías y desplantes contra los escasísimos que sacaban el flash . Puedo entenderle. Y hasta de modo visceral. Pero tras cuarenta años encima del escenario se le presupone la suficiente experiencia y las suficientes tablas como para no dar el coñazo con manías de vieja.

Así paso el primer tercio del concierto, con un Andrés enfrascado en sus obsesiones y sin conexión con el público. Esto es duro en general, pero mucho más con un público como el de Calamaro, que está ganado de antemano, que viene emocionado de casa y que está formado por cuadrillas de cuarentones que han quedado con sus colegas del instituto en un aquelarre de cervezas vacías, camisetas negras y barrigas blandas. Así pasaron ‘Bohemio’, ‘Cuando no estás’, ‘Verdades afiladas’, ‘Crímenes perfectos’, ‘Me arde’ y ‘All you need is pop’. Que sí, pero que no. Que vale, pero que no vale. Un Andrés sin entusiasmo, sin ganas y, sobre todo, sin transmisión ; como cuando a Morante no le gusta el toro y en los lances de recibo el cuerno se le engancha al capote y el viento le ofrece su coartada. La misma cara.

Pero ahí se echó la muleta a la izquierda. Calamaro dejó de esconderse tras el teclado y fingir que es el ‘crooner’ que no es y se dio cuenta que estaba en Las Ventas. ‘Media Verónica’, ‘Los rehenes’, ‘Los aviones’, ‘Maradona’, ‘Espérame en el cielo’, ‘Estadio Azteca’ y ‘Tuyo siempre’ formaron un corpus de intensidad media para un público que venía rendido de casa . Y eso que en el baño se notaba que era martes.

Pero entonces cambió todo. Un tímido homenaje a los Beatles con ‘Nowhere man’ dio paso a ‘Hong Kong’. Y, sobre todo, a C. Tangana, la mayor estrella de la música latinoamericana de estos tiempos. Y el Palacio de los Deportes se vino abajo. La cosa tuvo algo de relevo en vivo, de cambio generacional en directo, como si hubiera un nuevo jefe en la ciudad y se llamara Pucho . Lo puso todo bocabajo con un aroma de macho alfa, como cuando el joven novillero se impone al maestro incluso haciendo todo lo posible por evitarlo. Y acto seguido Ariel Rot, la otra mitad de ‘Los Rodríguez’, que puso al concierto el carisma y la Gibson que le faltaba. Y Andrés con la Stratocaster. Y entonces todo sonó como debería haber sonado desde un principio. ‘Mi enfermedad’, ‘A los ojos’ y ‘Canal 69’. Apoteosis total. Luego ‘El Salmón’ y, como postre, Kase.O haciendo una extraordinaria versión de ‘Flaca’. Y ya, con el público rendido, Andrés estiraba el muletazo con ‘Alta suciedad’ y ‘Paloma’ para terminar con ‘Sin documentos’ y ‘Los chicos’, con homenaje a Soda Stereo incluido.

Y, como con Morante, todos a casa, con la sensación de haber visto exactamente lo que Andrés quería que viéramos, con esa media verónica a la vida y con la honestidad brutal del que solo pretender ser él mismo. Vale.

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