Victoria Camps: «El fin de la política es garantizar que todos puedan buscar la felicidad»

En su último ensayo, «La búsqueda de la felicidad», la filósofa defiende la necesidad de una sociedad libre e igualitaria

Victoria Camps, fotografiada en Madrid, poco después de su charla con ABC ISABEL PERMUY

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Los acontecimientos que, cada día, se precipitan sin control demuestran el acierto de la pensadora británica Sarah Bakewell (Bournemouth, Reino Unido, 1963) al plantear la urgente necesidad de una «política montaigneana». En momentos tan turbulentos como los que estamos viviendo, bien nos vendrían «su sentido de la moderación» y «la sutil comprensión de los mecanismos psicológicos implicados en el enfrentamiento y el conflicto». Y, precisamente, al pensador francés , uno de los clásicos más modernos, vuelve Victoria Camps (Barcelona, 1941) en su último libro, «La búsqueda de la felicidad» (Arpa). A él y a Aristóteles, Spinoza, Schopenhauer, Nietzsche, Hume, Wittgenstein y tantos otros que nos enseñaron a pensar, aunque a veces se nos olvide (cómo) hacerlo. En todos ellos se apoya la filósofa española para defender que la búsqueda de la felicidad es un derecho que deben garantizar los Estados, a través de la política. Casi una utopía, teniendo en cuenta cómo está el patio.

Ha pasado, al menos en su obra, de elogiar la duda a intentar marcar el camino para buscar la felicidad.

No hay un modelo de vida que nos procure más felicidad que otro. Cada cual puede buscarla como quiera, lo cual indica dos cosas: que para ello se supone una cierta sabiduría, no solo individual, sino como sociedad, y que esa búsqueda no es posible si no hay garantías de igualdad. Es lo que refleja Declaración de Independencia de Estados Unidos, que dice que la búsqueda de la felicidad es un derecho, y a mí me parece una forma de expresarlo muy bonita.

¿Cómo y quién debe garantizar ese derecho?

Los Estados. Si entendemos que garantizar la búsqueda de la felicidad pasa por establecer, asegurar unas condiciones mínimas de oportunidades, de educación, de salud, de seguridad social, eso no lo puede hacer ningún individuo solo, lo tiene que garantizar un poder político. Lo vemos hoy cuando un individuo necesita subirse a una patera y arriesgar su vida para intentar darle un mínimo de sentido y encontrar la felicidad.

Por lo tanto, los Estados europeos no están cumpliendo con su deber.

Ni los europeos ni los de origen. Se supone que los de origen no son democracias, y los europeos sí.

¿Cree que el Estado liberal garantiza la libertad, a la que todos tenemos derecho, para elegir cómo vivir?

Pues es evidente que no: mientras haya grandes desigualdades y pobreza, y no haya calidad de vida para todos, incluso en los Estados de derecho, es evidente que no.

Pero es curioso que esos Estados sean, precisamente, el motor de la economía mundial

Unos más que otros. En China hay menos garantías de igualdad de oportunidades que en Europa o en Estados Unidos y, por lo tanto, en ese sentido sí son el motor.

Teniendo en cuenta que la igualdad es una condición necesaria en ese camino hacia la felicidad, no deja de llamarme la atención que las mujeres tengan que seguir manifestándose para reclamar, precisamente, esa igualdad y para denunciar el machismo

Sí, porque es evidente que no está conseguido. La lucha de hoy de las mujeres en las sociedades más desarrolladas no es una lucha jurídica por la igualdad, sino una lucha por el reconocimiento. Ese reconocimiento, en el ámbito social, familiar y laboral, no se ha conseguido. Además, el reconocimiento jurídico se plasma en unas leyes que no se acaban de aplicar en la forma que deberían aplicarse, y por eso hay violencia de género y desigualdad doméstica.

La famosa conciliación, que siempre nos afecta nosotras.

El cambio de actitud no se consigue solo a través de las leyes, sino a través de la educación, de mucha pedagogía, de crítica, de manifestaciones, de quejas, de manifestar que la igualdad no es completa ni es satisfactoria.

La verdad es que provoca tristeza ver cómo, en los últimos meses, se ha roto el consenso político con respecto a la violencia de género.

Sí, pero es evidente que si no se ha conseguido una igualdad más real es porque la sociedad todavía tiene actitudes muy machistas, que no acaban de entender lo que es la mujer, lo que la hace distinta al varón. Y los partidos políticos más reaccionarios se aprovechan de esas actitudes.

¿La actual clase dirigente está compuesta de personas con comportamientos ejemplares?

Yo diría que ni la clase dirigente ni la sociedad en general. Yo no creo que haya que exigir ejemplaridad, lo que hay que exigir es que las cosas se hagan de la forma más correcta posible. Lo evidente es que, a través del ejemplo, se enseña cómo vivir bien desde un punto de vista ético: aprendemos de los que son virtuosos, no de una enseñanza teórica.

El riesgo es que, en esta sociedad, tan competitiva, la autoestima, que usted también considera necesaria para lograr la felicidad, termine convirtiéndose en egolatría.

Sí, la sociedad consumista y capitalista lleva a un individualismo egoísta y, por lo tanto, competitivo, lo cual es absolutamente contrario a valores como el respeto a los demás, y no fomenta la solidaridad, ni la tolerancia, ni ninguno de los valores éticos. Hay que luchar contra esto, hay que formar en valores éticos, en virtudes, porque la sociedad por sí sola no lo hace.

Pero, ¿a quién parecerse hoy, a quién admirar? Hay tal ausencia de referentes...

No sé si es algo exclusivo de nuestra época o ha sido siempre así. Aristóteles cuando empieza a escribir la «Ética», dice que la felicidad no está en buscar el oro, el éxito o la riqueza… Si dice esto en el siglo IV a.C. es porque la gente ya estaba desquiciada, y eso quiere decir que es necesario educar éticamente.

Pero, precisamente, las humanidades cada vez están más arrinconadas en España.

Sí, porque lo que se valora más es aquello que rinde económicamente. No es solo que se eliminen las materias de humanidades de los currículums, es que no hay demanda tampoco. El mensaje que se lanza es que si estudias historia o filosofía, sólo servirás para dar clases. Y eso no incentiva a los jóvenes a ir hacia un tipo de estudios con los que piensan que no van a hacer nada. Pero son estudios socialmente rentables, no solo económicamente.

En el libro asegura que la amistad, la empatía o el amor son básicos para lograr la felicidad, pero parece que ahora prima el enfrentamiento.

Es cierto que la gente está muy crispada, pero ese enfrentamiento no es contradictorio con la necesidad de afecto. La crispación es, sobre todo, política en estos momentos.

Pero esa crispación política se ve reflejada en la sociedad, afecta.

Yo vivo en Cataluña y es evidente que hay una crispación, una cierta quiebra de la amistad, de las relaciones entre las personas, por culpa de la fractura política. A veces se exagera un poco y se dice que también hay fractura social; no creo que la haya tanto como política. Política la hay, y evidente.

¿Están siendo irresponsables nuestros políticos?

Yo diría que sí, porque el objetivo de la política no es enfrentar a las personas. El objetivo de la política es buscar formas mejores de convivencia, y de ayudar a los que están viviendo peor, y de preocuparse de los más vulnerables, pero con el consenso de todos. Eso no quiere decir que no tenga que haber ideologías distintas, que no son más que ideas sobre cómo conseguir esos fines. Podemos decir que el fin de la política es garantizar que todos puedan buscar la felicidad.

Se lo pregunto porque asusta ver el respaldo que tienen ciertos líderes políticos, aquí y en el extranjero, que poco o nada tienen que ver con la esencia misma de la palabra política, en su origen.

La esencia del término político se ha perdido. Los griegos creían que el fin del hombre libre era la política, dedicarse al servicio público, servir a los demás. Yo no digo que no haya políticos que no tengan ese objetivo de servicio público, pero lo que trasciende es el enfrentamiento.

Y la corrupción.

La corrupción es de los fenómenos que más daño han hecho a la política y a los políticos. La ciudadanía percibe que aquello que tenía que invertirse en el bien de todos beneficia sólo a los que están más cerca del dinero, del poder, y se aprovechan.

Eso también ha sido aprovechado por el populismo, el desencanto de la gente con la política ha sido su mejor caldo de cultivo.

El populismo tiene muchas causas, pero una de ellas es el desafecto, el desencanto hacia una política que parece que no se está preocupando de la gente, que vive de una forma endogámica, metida en sus intereses internos, en descalificar al adversario, pero no se vuelca en las necesidades de la gente.

Usted fue senadora entre 1993 y 1996. Desde entonces, ¿ha cambiado mucho la política en este país?

Bueno, yo cogí una legislatura malísima, dura, con muchos casos de corrupción, la última de Felipe González. Era una legislatura en la que se trabajaba muy mal, los casos de corrupción lo invadían todo, por lo que no era muy distinto. Pero sí que se ha agravado: lo que en aquel momento era sorpresivo, hoy ya no nos sorprende, se habla de una corrupción sistémica.

La brecha entre representantes y representados parece insalvable.

Sí. La democracia representativa está en crisis. Es sobre lo que deberíamos reflexionar: cómo hay que entender hoy la democracia representativa. Porque la alternativa del populismo es darle la voz al pueblo, pero el pueblo desorganizado no es la solución. La democracia representativa está para organizar al pueblo para encontrar una voluntad que piense en el bien común. Si la política se atomiza y cada partido busca su propio bien, no el bien común, el pueblo piensa que no necesitamos a los representantes, porque se están representado a sí mismos.

Pero sí que los necesitamos.

Pues es que yo no veo otra forma de organizar la democracia más que a través de la representación política.

Y la monarquía parlamentaria.

No creo que haya que defender sólo por principio monarquía o república. Tenemos que enfocar este problema desde el punto de vista de las consecuencias: qué nos conviene más. Hasta ahora, hemos visto que la monarquía ha funcionado y, como la república es una incógnita, pues vale la pena aprovecharla.

El problema es que el Parlamento está en crisis.

El Parlamento está muy expuesto al público y, además, los medios de comunicación ponen el foco en aquello más escandaloso.

Bueno, en los últimos meses nos lo han puesto fácil...

Sí, sí, es evidente que convierten lo que debería ser un debate, que casi nunca lo es, en un espectáculo y en un teatro. Entonces, claro, es fácil que se desacredite. Pero yo insisto: sobre todo lo que ha desacreditado al Parlamento es esa democracia tan partidista que tenemos.

¿Hacia qué concepto de nación vamos y hacia qué concepto deberíamos ir?

Vivimos en un mundo cada vez más global y eso puede ser aprovechado positivamente para acabar con un modelo que ya no es el de nuestra época, que es el de los Estados-nación, que son Estados que miran sólo hacia dentro. Hoy se habla de que el futuro puede estar en las ciudades. Quizá la ciudad es un elemento que podría trascender ese egoísmo de las naciones y las identidades, porque en una ciudad convive mucha gente, y no hay identidad lingüística, ni religiosa, ni de ningún tipo.

Pero está sucediendo justo lo contrario: los nacionalismos han estallado.

El miedo a la globalización, a las desigualdades, a la vulnerabilidad, a los movimientos migratorios lleva a un repliegue identitario, que es lo que deberíamos ser capaces de superar. No conviene un mundo que se enquiste en esos nacionalismos. Debe haber voluntad política de abandonar poder, de ceder poder, de cooperar más, una organización más federal. Iría en ese sentido: una Europa federal, una España federal.

¿Sigue confiando en el federalismo para solucionar el problema de Cataluña?

No, porque veo que no hay voluntad. El cambio a un Estado federal es más de cultura que de leyes. Si no cambia la cultura y no decidimos que lo que tiene que ver con las autonomías, con los problemas territoriales, se resuelve en el Senado y no de otra forma, no cambiará nada. Lo hemos visto en el intento de diálogo Cataluña-España: es un asunto bilateral, las autonomías no cuentan.

¿Y deberían contar?

En un Estado federal tienen que contar.

En muy poco tiempo, desde que en 2016 publicó «¿Qué es el federalismo?», hemos visto cosas que nadie esperaba: de la proclamación fugaz de una República catalana a la entrada en prisión de políticos por vulnerar la ley.

No sé si ha sido poco tiempo o si ha sido más tiempo y nos hemos dado cuenta al final.

¿Demasiado tarde?

Demasiado tarde. Hay cosas que se debían haber hecho de otra manera. Se sitúa el principio del movimiento secesionista catalán en la sentencia del «estatut», pero no fue sólo eso. El sistema de financiación de las autonomías debía haberse reformado hace mucho tiempo. Hay cosas que se han ido abandonando, y luego la evolución no se controla. Eso es lo que ha pasado.

Y así hemos llegado hasta la celebración del llamado juicio del «procés». ¿Usted qué les diría a quienes cuestionan sus garantías legales?

No les diría nada, porque están obcecados, dan por sentado que si no hay absolución el juicio no será justo, lo cual es una deducción que no tiene ninguna base lógica. Es una hipótesis falsa. Tenemos un Estado de derecho y el juicio es un juicio con todas las garantías.

Es que hay quien ha llegado a cuestionar la separación de poderes en este país.

Sí, sí, sí. Pero el que cuestiona la separación de poderes le pide al Gobierno que influya en el juicio, lo cual es una contradicción en sí misma.

¿Cómo vamos a salir de todo esto?

Solución no hay. El llamado «problema catalán» lleva cientos de años arrastrándose y todos los conflictos parecidos -Quebec en Canadá, Escocia en Inglaterra, los flamencos y los valones- son problemas que van resurgiendo, pero hay que conseguir un modus vivendi que nos permita seguir haciendo lo que se debe hacer en una democracia. En Cataluña no se gobierna desde que empezó el «procés». Yo no combato la ideología independentista, que cada cual defienda lo que quiera, pero que lo defienda dentro del orden jurídico, del orden constitucional, y sin dejar de atender a los asuntos cotidianos.

Volviendo al libro, me gusta mucho cómo trata el tema de la muerte.

Es que no se puede escribir nada sobre la felicidad sin abordar lo que tampoco tiene solución, que es la muerte: la condición humana tiene un límite, que es la mayor causa, yo diría, de infortunio, de infelicidad, que es ver cómo nos deterioramos y cómo morimos, o cómo mueren los seres queridos, y eso hay que abordarlo. Y ahí los estoicos nos dicen una cosa muy evidente y muy clara: tenemos que preocuparnos sobre todo por aquello que depende de nosotros, lo que no depende de nosotros, como la muerte, debemos aceptarlo y aprender a vivir. Cicerón decía que hay que aprender a morir.

Habla, también, de la felicidad por la cultura.

Claro. Esa es la mejor autoayuda.

Pero la cultura cada vez está más denostada.

No le damos valor a lo que realmente tiene valor, porque además cuesta un esfuerzo. ¿Por qué se lee poco? Porque es mucho más fácil ponerse delante de una pantalla, pero, claro, ese esfuerzo que representa la lectura es un esfuerzo más rentable a la larga.

Termino citándola: «La búsqueda de la felicidad consiste en el equilibrio adecuado entre deseos y libertad. Pero, ojo, ser libre no es una fiesta».

Es que no lo es. Hay que equilibrar los deseos, aprender a dominar algunos. Y eso no es una fiesta, es un esfuerzo, cuesta.

A mí me llevó a pensar en la libertad de expresión. Me volví a preguntar: ¿debe tener límites?

La libertad de expresión tiene que tener límites, pero debemos aprender a ponerlos nosotros mismos, porque cualquier límite que venga de fuera será visto como censura y será mal aplicado. Por lo tanto, debería ser una expresión de la madurez de la persona, una persona ilustrada no dice tonterías, no utiliza la libertad de expresión sólo para decir estupideces, que es lo que tantas veces pasa.

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