La escritora estadounidense Lydia Davis
La escritora estadounidense Lydia Davis - ABC

«Trayecto desde Brooklyn»; por Lydia Davis

Reproducimos el relato que la autora estadounidense escribió para la antología «Nueva York: Historias de dos ciudades»

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Hace poco empecé a pensar en qué es viajar, y me pasé varios días dándole vueltas al asunto. Y estaba precisamente pensando en eso cuando un día que viajaba de forma más bien modesta ocurrió algo que me hizo comprender mis limitaciones en lo que a viajar concernía, en lo que al peligro concernía y, en realidad, mis limitaciones en general.

Mi tipo de viaje soñado no tiene mucha lógica, ya que soy una mujer de mediana edad con pocos recursos y una familia que me mantiene más o menos atada a un sitio a menos que me la lleve, en parte o al completo; no tengo bastante dinero para eso y además mantener el hogar donde vivimos.

Sueño con echarme a andar por el país con solo una mochila al hombro, algo de dinero en el bolsillo y un plan más bien impreciso.

En una primera versión de este sueño yo vestía vaqueros y botas, era tan delgada que los vaqueros me venían sueltos y no llevaba gafas. Mientras soñaba, no me pregunté cómo podía estar tan delgada, cómo podía no llevar gafas si yo llevo gafas, ni nada por el estilo. Ahora soy mayor y en la última versión voy con pantalones sastre y zapatos para caminar, soy ancha de cintura y llevo las gafas que llevo. En esta última versión del sueño tampoco tengo un plan muy concreto: cuando se me acaba el dinero, encuentro trabajo de camarera en cualquier pueblo y sigo adelante en cuanto ahorro lo suficiente. Visito el sur —por fin— y luego enfilo al oeste, aunque no pretendo llegar hasta la costa del Pacífico. Antes intentaba acabar en alguna parte de Montana o Wyoming, los estados menos poblados, y encontrar trabajo en un rancho. Ahora, ese vacío me asusta y prefiero los desiertos del sudoeste, que ya he visitado dos veces. En la primera versión de mi sueño existía la posibilidad de que un vaquero se enamorase de mí. En una versión posterior, tenía que ser uno de los vaqueros más viejos. Ahora encuentro cierta clase de compañía, pero sin especificar. Tampoco me planteo la cuestión de qué será del resto de mi muy dependiente familia durante mi ausencia, una familia que ha ido creciendo de forma constante desde que soñé este viaje por primera vez.

Últimamente, el tipo de viaje que más practico es ir en metro, como mucho de Brooklyn a Manhattan o, peor aún, de una parte de Brooklyn a otra. Puede que vaya de Atlantic Avenue a Borough Hall, de Court Street de vuelta a Pacific Street, que de Borough Hall salga de Brooklyn para ir a Canal Street, de Grand Street de vuelta a Atlantic Avenue, etc. A veces el vagón está tan lleno que ni puedo abrir un libro y a veces está tan vacío que en cada estación me fijo en si entra alguien peligroso en el vagón, o en si se apea una persona que me parece de fiar. Normalmente aprovecho el trayecto para descansar: leo, observo a la gente que me rodea y me recupero de aquello que, en casa o fuera de casa, acaba de pasarme. Puede que también intente prepararme para aquello que quizá me pase, sea en casa o fuera de casa, pero siempre es más fácil pensar en lo que ya ha pasado que en lo que puede pasar, así que cuando intento prepararme para lo que vendrá, suelo perder el hilo y acabo fantaseando: a veces imagino las cosas insignificantes o importantes que haré en casa y, a veces, imagino que me largo de casa.

Pero una vez, durante un trayecto en la línea B entre Pacific Street, Brooklyn, y la calle 14 de Manhattan, ocurrió algo que interrumpió mis ensoñaciones y mi lectura. Estaba en la estación de Pacific Street y, cuando llegó el metro, un grupo de adolescentes se apeó del vagón gritando, chillando y empujando, que es como suelen comportarse los adolescentes en el barrio y que solo a mí me parece violento porque no soy uno de ellos. Iban tan juntos que apenas pude abrirme paso. Después de entrar en el vagón y sentarme, y mientras el tren seguía en la estación con las puertas abiertas, unas cuantas chicas se volvieron para continuar burlándose de la mujer de aspecto estrafalario que estaba sentada delante de mí, una criatura muy delgada que iba toda de negro: pestañas embadurnadas de rímel negrísimo, el pelo negro recogido en un peinado alto, traje negro y medias de red negras. Ya la había visto antes en esa línea de metro. Siempre mostraba una actitud altiva, pero hoy también parecía asustada. Esta vez se limitó a mantener la vista clavada al frente, es decir, se me quedó mirando casi directamente.

Las puertas se cerraron, el tren arrancó y yo saqué del bolso un ensayo sobre el libre albedrío que un amigo me había hecho llegar ese mismo día por correo. Si os sentáis en el lado norte del tren de la línea B en dirección Manhattan, al pasar por el puente de Manhattan puede verse el de Brooklyn que se mece despacio, recortado contra los edificios del bajo Manhattan. Cuando el sol ilumina un costado del puente mientras los edificios de ladrillo, cristal, piedra o cemento están en la sombra (pero también de noche, o cuando llueve, o cuando hay niebla), la vista es tan impresionante que algunos pasajeros siempre se levantan y se desplazan a una parte del vagón que les permita mirar sin el obstáculo de las cabezas, los sombreros y los hombros de los otros pasajeros. Como suelo ir de Brooklyn a Manhattan en varias líneas distintas, se me olvida que precisamente esta saldrá al puente, por lo que muchas veces me sorprende la súbita luz del día, el lento transitar de los tejados al fondo y después la fabulosa vista. Sin embargo, aquel día en concreto la vista acabó siendo más un problema y un peligro que otra cosa.

La mujer de negro se apeó en la siguiente estación, DeKalb Avenue, que es la última de Brooklyn. El tren reanudó la marcha y avanzó hacia el puente. Antes de salir a la superficie, levanté la vista del libro porque cuatro chicos entraron en el vagón y lo cruzaron en fila india hacia la parte delantera, insultando y maldiciendo a voz en grito. Eso en sí, aunque me puso nerviosa, no era del todo inusual. Miraba de nuevo la página cuando oí que algo pesado golpeaba la parte acristalada de una de las puertas. Alcé la vista. No vi que ninguno de los chicos llevase nada en la mano ni supe qué era lo que había golpeado el cristal, que no se había roto. Los pasajeros seguían quietos en su sitio, aunque todos miraban. Los chicos regresaron poco después, andando con grandes zancadas en el otro sentido, maldiciendo en voz alta y dando portazos. Mantuve los pies juntos bajo las rodillas y la vista clavada en el libro, por miedo a provocarlos.

Reanudé la lectura aunque estaba alerta, y siguieron unos segundos de calma. Sin embargo, cuando el tren empezaba a salir a la superficie, la puerta de mi derecha, la que daba a la parte trasera del tren, se abrió de pronto y unas diez o doce personas entraron de sopetón, muy juntas y asustadas. Me levanté enseguida.

Alguien gritó: «¡Saque al bebé de aquí!» y la gente dejó pasar a una joven que empujaba un cochecito hacia la parte delantera del tren, entre otros pasajeros que también se apresuraban en la misma dirección. Los seguí sin pedir explicaciones. Algunas personas que habían llegado corriendo desde los vagones de atrás se quedaron donde estaban y algunas personas de mi vagón se unieron a las que corrían hacia delante. Yo me detuve en el centro del siguiente vagón, me agarré a una barra y miré atrás, pero en cuanto una nueva oleada de gente asustada entró a toda prisa, eché a correr.

Nadie sabía exactamente qué sucedía, aunque oí la palabra navaja. Pensé que en alguna parte del final del tren esos chicos estarían haciendo algo espantoso, pero ignoraba a cuántas personas habrían herido. Lo único que sabía es que mucha gente corría asustada e imaginé que los chicos avanzaban hacia nosotros, de vagón en vagón. Cada vez éramos más los que nos apresurábamos de un vagón al siguiente y yo seguí corriendo y deteniéndome hasta llegar al inicio del tren, donde estaba el compartimento del conductor. De pronto caí en la cuenta de que quizá me había metido en una trampa. Por la puerta abierta del compartimento vi que el conductor y el revisor murmuraban, el revisor inclinado hacia el conductor y este con la vista clavada en las vías de delante.

El tren salía al puente. Entre las personas apretujadas del primer vagón había una mujer mayor con expresión perpleja y asustada, que hablaba en alemán. Una pequeña mujer hispana lloraba en los brazos de su novio. Yo temblaba y tenía náuseas.

El revisor y el conductor hablaban por turnos a una radio de onda corta; repetían una y otra vez: «Central, responda», pero el aparato no emitía sonido alguno. Finalmente, el conductor detuvo el tren al ver que se acercaba otro en sentido contrario y los dos hombres empezaron a hacer señas por la ventana. Luego gritaron al conductor que intentara comunicarse con la central para dar un aviso de emergencia y que enviasen policías y los servicios de urgencias a Grand Street. Esa era la siguiente estación, en la otra lejana orilla. Siguieron intentando comunicarse con la central y al parecer lo lograron, pero no conseguían hacerse entender y al final gritaron a la radio que había un vagón ensangrentado. Cuanto más pronunciaban las palabras policía, emergencia, ataque y navajazos, más inquietos se ponían los pasajeros de alrededor.

El tren avanzaba muy despacio por el puente y de vez en cuando se detenía encima del agua. Pasaba más tiempo quieto que avanzando. El grupo de pasajeros arracimados en el primer vagón o bien estaban muy callados o bien soltaban una retahíla de preguntas y quejas. Mientras el conductor hacía avanzar el tren de forma lenta e intermitente, el revisor, un hombre pelirrojo y corpulento que no iba uniformado, se plantó en la puerta abierta del compartimento del conductor y empezó a responder pacientemente a las preguntas de los pasajeros. Después, como un sacerdote, posó la ancha mano en la cabeza de la mujer alemana, luego en la cabeza de la mujer hispana y luego en la mía.

Corrió la voz de que la policía iba en camino y el tren reanudó la marcha, esta vez sin detenerse. Cruzó el puente y luego volvió a tierra. Cuando empezaba a verse la estación de Grand Street, el tren se detuvo en el túnel hasta que algunos policías aparecieron bajo las luces de la estación.

El tren solo avanzó hasta la pasarela que había en la boca del túnel. El revisor levantó un asiento cercano y pulsó un interruptor que abría únicamente la primera puerta. Nos explicó que no podíamos irnos. Todos protestamos. El andén estaba ahí mismo y era muy fácil salir del tren, y también de la estación.

Seis policías saltaron la barandilla de la pasarela y entraron en el vagón, seguidos de un robusto camillero de urgencias, vestido con camisa blanca de manga corta y pantalón negro, que llevaba un maletín y una camilla. Los policías y el camillero desaparecieron en el vagón siguiente y se dirigieron al final del convoy. En cuanto vi a la policía, sentí menos miedo, pero solo se me fue del todo, aunque seguí con las náuseas, cuando se interpusieron entre mi persona y lo que había pasado al final del tren.

Poco después, los cuatro chicos aparecieron en el vagón, esposados. Observé cómo los cacheaban. A su lado, el camillero examinaba a un chico de mueca tensa levantándole los párpados con un grueso pulgar y enfocándole una luz en las pupilas. En cuanto se llevaron a los cuatro chicos y a la víctima al andén, el conductor cerró la puerta y el tren entró en la estación. Y entonces nos dijeron que nos apeáramos de inmediato.

En lugar de esperar el siguiente tren, decidí subir a la calle, donde brillaba el sol, el aire era frío y puro, la nieve se amontonaba en los bordillos y había varios coches patrulla y una ambulancia aparcados en ángulos extraños junto a la boca del metro.

Los cuatro chicos también estaban allí. La policía volvía a registrarlos. Tanto unos como otros parecían tranquilos, pero los policías estaban animados y los chicos estaban tristes. La policía los registraba con delicadeza: bajo la intensa luz, cada uno de los agentes le quitó el sombrero a uno de los chicos y empezó a palparlo, despacio y con cuidado —los pliegues, el ala y la copa— antes de, también con cuidado, casi cariñosamente, devolverlo de nuevo a la cabeza, enderezarlo y encasquetárselo.

Un policía que estaba dentro de un coche patrulla nos indicó por un altavoz que avanzásemos, y aunque yo sentía que tenía derecho a quedarme allí a mirar, avancé.

Después intenté explicar el incidente a varias personas, pero era una historia difícil de contar, porque tampoco había ocurrido nada grave. Pasan cosas peores continuamente. Me pareció que todos los que me escuchaban querían que la historia acabase en una muerte, un herido grave u otra catástrofe.

Sin embargo, lo que yo descubrí esa tarde fue que no tengo el valor físico que creía tener, que había actuado con un nerviosismo estúpido y que había sido de los primeros en dejarme llevar por el pánico y echar a correr en busca de una figura de autoridad, encarnada en aquel alto revisor. Me sentía decepcionada de mí misma. Aunque, quizá, pensé, si el peligro hubiese sido un poco distinto, habría demostrado más valor.

El incidente no eliminó por completo mi sueño de viajar sola por el país; sigue siendo recurrente, pero cada vez adopta una forma más y más abreviada y superficial, como si se debilitase, paulatinamente, ante la evidencia de su improbabilidad.

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