El premio Loewe celebra su fiesta tras un año en blanco

Diego Doncel recibió el prestigioso galardón arropado por Alberto Conejero

Diego Doncel, durante su intervención tras recibir el premio Loewe Isabel Permuy
Bruno Pardo Porto

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Aún el virus impone sus rutinas. Las mascarillas, las distancias. Las ventanas abiertas para que corra el aire. El premio Loewe 2020 se entregó ayer en el Westin Palace, en Madrid, en una ceremonia sin brindis, sin comida y sin tintineos. Con las sillas separadas a escuadra y cartabón. Con muchas palabras y pocos gestos (o con los justos). En fin, más que una fiesta parecía una misa. Una misa para poetas, para lectores. Una misa esperada tras un año en blanco por pandemia.

Primero se subió al escenario Mario Obrero , un ser tan insultantemente joven (nació en 2003) como talentoso. Con ‘Peachtree City’ , su tercer poemario (sí, el tercero), se ha hecho merecedor del premio Loewe a la Creación Joven. La poeta Elena Medel , que presentó su obra, pidió que nadie se dejase llevar por su edad, porque el libro es excepcional por sí mismo. Luego, él, con un desparpajo casi lorquiano, dijo que «la edad poética es eterna». También se declaró militante de la lógica poética, y recitó algunos de sus versos con una gracia especial. Por ejemplo, este: «Cumplo dieciséis años y noto mi alma crujir como rodillas adolescentes». O estos: «Los poetas tienen una caja de lápices que abren cada atardecer mientras lloran en griego / bailo sobre una tierra y pronuncio lentamente mi nombre».

Después fue el turno de Diego Doncel , poeta y crítico de ABC, que ha logrado el Loewe (ahí es nada) por ‘La fragilidad’ , una obra nacida al calor de la pérdida de su padre, pero venida al mundo tras una larga década de digestión y búsqueda. El dramaturgo Alberto Conejero , quien ejerció de cicerone por el lirismo de Doncel, tan intenso, lo resumió así: «‘La fragilidad’ es un hermoso libro alumbrado por la orfandad y por sus vísperas. Y como toda buena obra sobre la muerte está enclavijada en el centro mismo de la vida». Es un libro, insistió, en el que muere un padre y nace un huérfano, en el que el poeta se niega a regodearse en la herida y se lanza a perseguir esos momentos en los que la vida fue intensa y digna de vivirse.

«Este poemario es un viaje después del padre, pero en dirección al padre. Es travesía y naufragio. Es intemperie y cobijo (...) Los veintitrés poemas que lo conforman son la bitácora sí, del daño de la vida, pero también de su ímpetu, de su persistencia», subrayó Conejero. Más tarde mentó a Kierkegaard : «Lo trágico contiene siempre una dulzura infinita». Es una frase que engarza perfectamente con la dedicatoria que Doncel escribió en los ejemplares que le fueron entregados a los asistentes del encuentro, y que resume su poética y, por qué no, su biografía: «Escribimos poemas… / buscamos esa rara intensidad de vivir».

La vida intensa

«La función principal de la poesía es la intensificación de la vida», sentenció Doncel, ya en el atril. «Quiero que el poema, ese pequeño puñado de palabras que lo único que hacen es arrojarnos a un misterio, ese humilde puñado de palabras que ha necesitado siglos de civilización, y que es uno de los logros más importantes de la mente humana, sea capaz de emocionarnos. Que sea capaz de hacernos vivir otra vez determinadas experiencias», continuó.

Leyó varios poemas Doncel. Entre ellos, el magnífico ‘El frío de la casa’: «Dime si soy como tú, si me convierto como tú / en el polvo que se acumula encima de las cosas». Y cerró su intervención, claro, con el cierre del libro, luminoso a rabiar. Ese último poema se llama ‘Hacia la felicidad’, y termina así: «Todo espera porque entre tú y yo / puede haber noche pero nunca muerte, / puede haber lejanía pero nunca ausencia. / Este trozo de mar me lo enseñaste tú. / La sabiduría nos lleva a la infancia».

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