Leonardo Padura: «¿Por qué me voy a ir de Cuba? Yo llegué primero»

El escritor cubano presenta en España su última novela, «La transparencia del tiempo», la octava de la serie protagonizada por su ya icónico personaje Mario Conde

El escritor cubano Leonardo Padura, fotografiado en Madrid poco antes de la entrevista JOSÉ RAMÓN LADRA
Inés Martín Rodrigo

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Leonardo Padura (La Habana, 1955) se levanta todos los días alrededor de las siete de la mañana. Nunca se le pegan las sábanas más de quince minutos. Se prepara un café, se toma un yogur, se cepilla los dientes, se sienta en su «computadora» y empieza a «trabajar». En esa rutina le acompaña, desde hace años, Mario Conde . Un personaje que nació para protagonizar una única novela y que ha terminado dando nombre a toda una serie cuyo último capítulo, «La transparencia del tiempo» (Tusquets), su autor presenta estos días en España.

¿Es el tiempo más transparente en las páginas de una novela?

El escritor tiene la posibilidad enorme de moverse a través del tiempo con una gran libertad. El recorrido que vas haciendo a través de la historia es una de esas maravillas que te permite la literatura, saltar de una época a la otra. En mi caso es casi obsesivo, tratar de encontrar esas vueltas del tiempo en las que se repiten algunas actitudes, circunstancias, maneras de entender la vida. Esto tiene mucho que ver con mis lecturas y aprendizajes de autores como Alejo Carpentier o Borges . Ellos eran escritores con unas evidentes intenciones universales, las mías son más sibilinas, me voy moviendo y abriendo poco a poco hacia otros mundos.

Usted es un escritor más insular que ellos.

Sí, y en las historias de Mario Conde mucho más. Yo soy muy de La Habana, muchas de mis historias transcurren en sus barrios, en sus calles. Pero siempre trato de que eso no signifique un encierro, sino que, a través de elementos esenciales de la condición humana, pueda entrar en conflictos que pueden ser muy insulares pero a la vez muy universales.

Hablando del tiempo y sus virtudes literarias, esta novela está narrada en dos ejes temporales que transcurren en dos escenarios distintos: La Habana y la Guerra Civil española.

Yo quería hablar de un personaje al cual le habían robado un objeto valioso y le encargaba a Conde esa investigación y la posibilidad de su recuperación. Eso me iba a permitir realizar un recorrido por La Habana contemporánea. Pero me di cuenta de que ese objeto en sí podía tener una función dramática y conceptual diferente en la historia, que era que el objeto en sí podía llevarme a otras geografías, a otros momentos, a otros lugares.

¿Y por qué en concreto a la Cataluña de entonces?

Porque es un ambiente que conozco. A principios de los años 90 hice un recorrido por toda Cataluña para preparar el guión de un documental sobre la presencia de los catalanes en Cuba; por otra parte, para la investigación de «El hombre que amaba a los perros» me tuve que centrar en Barcelona. Uno parte del conocimiento y, a partir de ahí, empecé a inventar la historia de la Virgen.

Acaba de mencionar su relación con Cataluña... No puedo evitar preguntarle qué piensa de todo lo que está sucediendo.

No me gusta dar opiniones sobre realidades en las que no vivo porque hay una serie de matices, contradicciones, puntos de vista, que no domino porque no pertenezco a esa realidad. Lo único que puedo decir es que, por lo que he visto, se han enquistado unas dosis de odio y de resentimiento que me parecen lamentables y dolorosas; y, tenga la solución que tenga, si este odio y este resentimiento funcionan como motores en un sentido o en otro, tenga quien tenga la razón, las cosas no van a ser mejores.

Volviendo a la novela que hoy nos ocupa, en ella Mario Conde ronda los 60 años, una cifra que le aterra por la proximidad de la vejez, porque se da cuenta de que empieza a hacerse viejo. ¿Le pasa a usted lo mismo?

Sí y no.

Teniendo en cuenta que usted es algo más joven que él.

Mario Conde es un año más viejo que yo porque en la primera novela no pensé que iba a ser el personaje de una serie. Pero somos absolutamente contemporáneos.

Sus destinos corren de forma paralela.

Paralela y confluyente porque tenemos experiencias vitales, generacionales, gustos literarios, afinidades de muy diverso tipo que compartimos. El paso del tiempo para Mario Conde es un problema que tiene que ver con la manera en la que él ha empleado su tiempo, considera que su vida es una vida equivocada y malgastada.

Pero a usted no le pasa eso.

Yo tengo la ventaja de que practico una profesión en la que supuestamente los años te dan más oficio y sabiduría, no estoy muy seguro… Eso te permite seguir creando hasta que tienes que tener ya encendidas unas luces de alarma, y cuando empiezan a girar tienen que ver con tu capacidad para poder seguir creando. Hay que tener la coherencia y la capacidad de saber que hay momentos en los que ya no eres capaz de decir nada nuevo.

Usted está lejos de que se le enciendan esas alarmas, ¿no?

Espero, espero estar lejos, espero tener muchos años de creatividad. Aunque a veces me atrae la idea de decir: «¿Y si me retiro y en vez de venir y estar corriendo de un lado para otro vengo y estoy tranquilamente, disfruto de Madrid, de Barcelona…».

Esa es la contradicción del creador: necesita seguir creando para poder seguir viviendo, y lo digo también desde el punto de vista material.

El problema es que yo no solamente vivo de la literatura sino para la literatura. Siempre estoy escribiendo y si me faltara eso no sé qué sería de mi vida. Pero es que, además, en los año 90, cuando empezó esa crisis tremenda en Cuba, que no había comida, no había electricidad, lo único que había era calor y mosquitos, la literatura fue mi gran refugio. En esos años yo escribí como un loco para no volverme loco. Ni siquiera tenía la posibilidad de pensar en una recompensa económica, no tenía editor en ninguna parte, pero tenía que escribir. La literatura siempre ha sido ese refugio.

Ahora que menciona la Cuba de los 90, ¿cómo ha cambiado su país, en los últimos años, en las páginas de sus libros?

Hay una película cubana que se llama «Juan de los muertos» que habla de «esta cosa que estamos viviendo ahora que no sé cómo se llama», según dice el personaje. No ha cambiado la estructura económica y política del país, pero ha habido una acumulación de pequeños cambios sociales que, de alguna manera, van haciendo que las relaciones entre la gente y los comportamientos sean distintos: la posibilidad de viajar, de tener una línea de teléfono celular, de comprar y vender casas, de un mayor acceso a la tecnología… De la nada a lo que tenemos, yo creo que hemos avanzado mucho. Eso ha hecho que los jóvenes de hoy tengan una perspectiva distinta de lo que es su presente y de lo que pudiera ser su futuro, tienen otras aspiraciones, hay un por ciento que aspira a emigrar de Cuba… Hay un movimiento en la sociedad diferente al que existía en los años 90.

¿Y cómo ha cambiado su vida?

En esencia no ha cambiado. Tengo la posibilidad de vivir de mis libros, que no la tenía en los años 90… Sigo viviendo en la misma casa, con la misma mujer, tengo el mismo automóvil desde hace 21 años (no me puedo comprar otro porque un auto nuevo en Cuba puede costar 300.000 dólares)...

¿Alguna vez pensó que llegaría a vivir para ver la apertura de la Embajada de Estados Unidos en Cuba?

Mucha gente dijo que eso fue un milagro de San Lázaro, porque pasó el 17 de diciembre, que es el día del santo ese. Mi madre me dijo que era un milagro. La primera reacción fue la de mi esposa Lucía llorando; su padre salió de Cuba cuando ella tenía tres meses y nunca lo vio. Historias como esa, miles, y otras más trágicas. Fue una conmoción, pero también recuerdo que 25 años antes mi madre me dijo: «No creí que estuviera viva para ver la caída del Muro de Berlín».

Y cayó.

Cayó, y mi madre sigue viva, tiene 90 años. Lo que es lamentable es que después de haberse producido ese acercamiento…

Llegó Trump

Llegó Trump, y los asesores de Trump y los políticos cubano-americanos, que no sé cómo no acaban de entender que si quieren desestabilizar a Cuba lo mejor es la cercanía, no la hostilidad. El Gobierno cubano ha resistido todas las hostilidades, todas las agresiones y sigue ahí. La cercanía es más peligrosa.

Quizás esa reflexión sólo se pueda hacer desde dentro.

Cuando Obama pasó por La Habana dejó una estela de preocupación en los medios oficiales, de decirle a los cubanos: «Resuelvan ustedes los problemas, nosotros no vamos a intervenir».

¿Sigue siendo Cuba esa «patria machista-socialista» que Bobby describe en la novela?

Eso es el punto de vista de un personaje.

Sí, pero se lo pregunto a usted.

Cuba es una mezcla de muchas cosas. El resultado siempre fue una cultura machista y una moral pública predominantemente católica; muy hipócrita, porque los cubanos iban a la iglesia y se acordaban de Dios cuando tronaba. Y en esa moral y en esa cultura el machismo era consustancial. Afortunadamente, esa manera de vivir la vida ha evolucionado en los últimos años y el sector social más beneficiado con los cambios que produjo la revolución fueron las mujeres. Hasta el punto de que en Cuba prácticamente no existió un movimiento feminista, las mujeres alcanzaron algo que todavía España no tiene, que es la igualdad de salarios.

Hace unos años me dijo que nunca abandonaría La Habana.

Pienso que no, tendrían que botarme. Yo soy del equipo de Dulce María Loynaz; a ella le preguntaron en una ocasión por qué no se fue de Cuba y ella respondió: «Porque yo llegué primero». Yo también llegué primero (reímos).

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