Juan Tallón: «Es divertido ver cómo funciona el poder, pero sin dejar de temerlo, porque lo destroza todo»

El escritor presenta «Salvaje oeste», una novela que relata el ascenso y el declive de un país a través de sus élites

El escritor Juan Tallón, en Madrid Espasa
Bruno Pardo Porto

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Juan Tallón (Orense, 1975) habla con las manos, como si las palabras, y las ideas, flotasen en el aire y pudieran atraparse con los dedos. Parece que su mirada, inquieta, está siempre al acecho de la última anécdota risible, esas que trufan todos sus textos y que, con el paso de los libros, se han convertido en su inevitable marchamo personal. Quizás por ello, a mitad de la conversación, no puede evitar el pasmo al ver el vivo retrato de un expresidente de la Generalitat en la mesa de al lado. «Es que se parecía mucho a Artur Mas , pero no lo es. Se me ha ido el santo al cielo», dice disculpándose antes de reanudar la conversación, que vuelve a su nueva novela.

« Salvaje oeste » (Espasa) poco tiene que ver con los trabajos anteriores de Tallón, donde la mitología literaria y el yo eran pilares fundamentales. Aquí, sin embargo, el autor nos presenta una historia sobre el ascenso y el declive de una generación elitista donde la corrupción es la norma, donde el poder se entremezcla con los negocios hasta volverse un cóctel de alta graduación, mezclado y agitado.

Empieza la novela con una advertencia: «Esto es un libro de ficción». Parece el aviso que necesita una historia con muchas verdades dentro.

Se puede pensar así, pero en realidad es también una advertencia para la gente que está dispuesta a hacer asociaciones inmediatas, concluyendo que detrás de un personaje hay una persona inequívocamente. Y, a veces, detrás de un personaje hay muchas personas. La advertencia es una llamada a la tranquilididad (ríe).

Este tema, el de la corrupción, tan ligado al presente, parece raro en Juan Tallón.

Cuando me decidí a trabajar en este libro también pensé que se me iba a hacer raro sacarlo adelante. No tiene nada que ver con nada que haya hecho antes, ni siquiera remotamente. Solía construir personajes muy literarios, a veces personajes históricos vinculados a la literatura y, de pronto, estaba trabajando con un material casi actual. Es una novela sobre una época que podemos considerar como relativamente próxima.

¿De dónde nace, entonces, la necesidad de escribir «Salvaje oeste»?

Creo que no podemos vivir completamente al margen de las cosas que nos pasan. Y cuando las cosas que nos rodean son inputs tan intensos como los que sufrimos en los últimos años como sociedad, a veces es inevitable que todo eso emerja como proyecto literario. Por otra parte, a esto hay que sumarle el interés que yo siempre había tenido por contar un esplendor, una hegemonía y, finalmente, un declive. Podría haberlo hecho con un personaje, con una familia o a través de un estrato social, pero he querido contar el esplendor y declive de todo un país a través de sus élites.

Es una historia de ascenso y caída, como la de cualquier narcotraficante.

Claro. De pronto las cosas te van bien, te crees invencible, pero incluso la gente invencible en un momento dado tiene un ocaso. Y en ese ocaso es sustituido por otro poder nuevo, que da pie a otra hegemonía.

¿Y hemos llegado hoy a ese punto de caída?

Sí, pero esa caída está siendo larga, como si no se hubiese acabado. Por otra parte, es una caída que se combina con otros ascensos. Todos los intereses se cruzan. Para que haya ocasos tiene que haber simultáneamente otros ascensos.

La corrupción es un motivo muy literario. Como dice la novela, «las buenas acciones están desprovistas de esa belleza salvaje que tanto gusta a la gente, aunque incomode».

El mal ha tenido siempre un gran papel en la literatura. Sabía que le estaba dando espacio a ese mal, pero el reto era convertirlo en algo ligeramente atractivo, que los personajes fuesen de un comportamiento obsceno, pero que, a la vez, a través de su construcción literaria no acabásemos de aborrecerlos, que tuviesen ese punto de interés. Se puede odiar mucho, pero no se puede odiar absolutamente.

Hay una extensa galería de personajes en el libro, casi hace falta un listado para moverse entre las páginas, pero en esta multitud hay una constante que se repite: el ansia de poder y reconocimiento constante. Nunca tienen suficiente. Nunca están saciados.

La mayor parte de los personajes comparten cierta concepción del poder: todos, al fin y al cabo, forman parte de una generación que ha llegado, ha triunfado y ha extendido su influencia hasta el punto que el poder acaba siendo una suma de clase política, clase empresarial y también periodismo. Todos, a su manera, están en el núcleo de poder. La política se confunde con los negocios. Y los negocios se confunden con el placer. Y todo junto hace del poder algo adictivo.

Es una concepción bastante negativa del poder.

Yo nunca he ejercido el poder. A veces es divertido ver cómo funciona, pero sin dejar de temerlo. Porque lo destroza todo.

Hay una nostalgia que sobrevuela el libro: el periodismo ya no es lo que era.

Es cierto que todavía quedan periodistas que se esfuerzan en ejercer su profesión con gran dignidad y acatarse a las claras reglas que tiene el periodismo, pero es obvio que poco a poco vas encontrando más dificultades para ejercer la profesión en esas condiciones.

¿No cree que periodistas como Nicola Morelli (uno de los protagonistas de la historia) son cada vez más necesarios?

Periodistas dispuestos a ejercer su trabajo en libertad son necesarios ahora, son necesarios ayer y son necesarios el año que viene. Y no creo que vaya a dejar de haberlos, pero sí que cada vez van a ser más excepcionales. Cada vez es más complicado ejercer la profesión. Hay un montón de amenazas, desde la crisis del modelo que hace cuestionarse la viabilidad económica, a los recortes de libertades en las sociedades democráticas que estamos viviendo hoy. En fin, creo que es notorio el retroceso en las libertades individuales y colectivas.

Llega esta novela que parece real pero es de ficción. Sin embargo, hoy la dinámica parece la contraria: cada vez se publican más historias que son reales, aunque cueste creerlo.

Cada vez tenemos más autores y más editoriales que hacen hueco en sus catálogos a esa clase de libros. Vivimos un muy buen momento de la no ficción.

Pero le sigue interesando más la ficción.

Es que las cosas de verdad a veces son las cosas inventadas. Yo todavía no he sufrido ese decaimiento en el interés de leer novelas. A mí me siguen entusiasmando, me proporcionan un placer diferente al de los ensayos o la poesía. Yo todavía estoy en ese momento, quizás juvenil e inmaduro –espero que no– en el que la novela es un espacio de felicidad. Es lo que le pido a la literatura.

Aunque el argumento de esta obra es inusual en su trayectoria, si que está en ella su voz literaria de siempre.

Quieres esforzarte en ser otros yoes, pero al final tu voz acaba emergiendo. Otra cosa es que lo haga, con respecto a otras novelas, de un modo matizado o evolucionado. Probablemente sea algo inevitable. Tienes tu voz, aunque a veces has de mantenerla más a raya en determinados textos porque puede no convenir a ciertos personajes o a ciertos pasajes. Pero la voz personal es algo a mantener en lugar de algo a destruir.

Como el humor, que aquí aligera la narración en muchos momentos.

El humor es una forma de ver la vida y también una forma de entender la escritura. Es un desengrasante. No me veo escribiendo sin humor, aunque sean las cosas más serias. Lo hice en novelas como « Fin de poema », donde relato las últimas horas con vida de cuatro poetas suicidas. Incluso en esas situaciones se puede emplear el humor. Digamos, mejor, unas gotas de humor.

No es mal tónico.

Cada vez nos vamos dando cuenta en mayor medida de qué importante es el ejercicio del humor, su ponderado ejercicio. Ese desprestigio que en algún momento tuvo el humor, al que se le atribuían las características de los géneros menores, la hemos ido olvidando. Y ahora respetamos un poquito más el humor, tomándonoslo un poco más en serio.

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