Jonas Jonasson: «Nos estamos olvidando del mensaje que nos dejó la Segunda Guerra Mundial»

El autor de «El abuelo que saltó por la ventana y se largó», best seller mundial que ha vendido más de 16 millones de ejemplares, recupera a su descacharrante protagonista, el centenario Allan Karlsson, en su nueva novela, por la que también se pasean Donald Trump o Kim Jong-un. Un divertido disparate

Jonas Jonasson, después de la entrevista con ABC Maya Balanya
Bruno Pardo Porto

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Jonas Jonasson (Vaxjo, Suecia, 1961) es, sobre todo, un hombre con gracia y fortuna. Lo dicen su sonrisa, su cuenta corriente y él mismo: «Cada vez me va mejor». Y tanto. La suya es una historia de un éxito inesperado y casi innecesario. Cierto día, hace algo más de una década, decidió que estaba harto de su golosa productora de televisión y la vendió. Ya no necesitaba trabajar, pero sí hacer algo, así que recuperó su pasión de siempre y se sentó a escribir. Su único interés era que le publicaran. Nada más. El resultado fue « El abuelo que saltó por la ventana y se largó », un libro del que ha vendido más de 16 millones de ejemplares en todo el mundo. Ahora recupera a su descacharrante protagonista, el centenario Allan Karlsson, en « El abuelo que volvió para salvar el mundo » (Salamandra). Como la anterior, otra novela cargada de humor, pero trasladada al presente.

¿Por qué vuelve Allan Karlsson?

¿Sabe? Yo había creado a otro protagonista para esta novela, a Martin. Pero yo tengo que llegar a conocer a mis personajes, y con este Martin nunca llegó a haber «feeling», así que le despedí. Ahora agradezco el cambio. Lo que a Martin le parecía muy difícil comentar, para Allan era algo natural. Él ya había denunciado y sacado a la luz todos los desastres del siglo XX, y ahora quería sacar a la luz los de la actualidad. Era el personaje perfecto para esta novela.

De esa actualidad se entera a través una tablet, justo cuando se está denunciando que no hacen más que desconectarnos de la realidad…

Sí, le hice el flaco favor a Allan de ponerle una tablet en las manos... Transformé a un señor mayor que era un imbécil político, sin ideas, en una persona que tenía que pensar, que tenía que leer.

Por cierto, ¿qué tiene de especial este abuelo?

Pues que tiene los dos pies sobre la tierra. Tiene un sentido común de persona de campo, un sentido común rural. No se deja impresionar por los grandes nombres, por el poder ni por el dinero. Él puede ver las cosas como son, y no como aparentan ser.

Eso es un superpoder.

Sí. Es como Batman.

En sus locas aventuras conoce a Kim Jong-un y a Donald Trump, entre otros, que aquí parecen personajes tan ficticios como él.

Si un extraterrestre aterrizase en Madrid ahora, y le pusiéramos en frente a Allan Karlsson, a Donald Trump y a Kim Jong-un y para que eligiera quién es el personaje real de los tres, diría que es Allan.

Aquí toda la actualidad está tratada como un disparate. ¿Cree que el humor es una buena forma de enfrentarse a los problemas de hoy?

El humor es muy importante. Los políticos de hoy en día necesitan verse a sí mismos con distancia, y hacerlo con humor.

De Suecia nos suelen llegar novelas negras, sobre todo. La suya, una comedia, es una excepción.

Cuando llegué a París para promocionar mi primera novela los periodistas estaban muy sorprendidos de que yo fuera una persona sin depresión ni tendencias suicidas [ríe].

En España, el debate sobre los límites del humor vuelve a cada poco. ¿Qué opina usted?

Hay que tomarse las cosas con humor, así, en general. Por ejemplo, «La vida es bella» demuestra que se pueden hacer bromas sobre campos de concentración... Hay cosas inhumanas, como la limpieza étnica que hubo en la Segunda Guerra Mundial, con las que yo no hago bromas. Pero es un límite que me pongo yo a mí mismo. Otros han bromeado sobre eso y les ha ido bien. Creo que el humor es una herramienta que los autores pueden utilizar para llevar al público un mensaje serio.

Bueno, dice el título que este abuelo vuelve para salvar el mundo. ¿Salvarlo de qué?

De nosotros mismos.

¿De nosotros mismos?

Mire… Hitler, como otros líderes políticos, creó un conflicto de nosotros contra los otros. Había dos bandos. Cuando se terminó la Segunda Guerra Mundial, la frase que más repetían los líderes políticos era «nunca más». Es el espíritu de la Comunidad Europea (hoy la Unión Europea), que ha sido un éxito. Durante la primera mitad del siglo XX murieron cincuenta millones de personas. En la segunda mitad este número bajó hasta los cincuenta mil. Frente a cincuenta millones. La idea era simple: no te pelees con tu socio de negocios, con tu vecino.

Pues ahora esa idea se está poniendo en duda.

Me preocupa mucho que estén resurgiendo los nacionalismos, que recuperan ese sentido de nosotros contra los otros, contra ellos. Nos estamos olvidando del mensaje que nos dejó la Segunda Guerra Mundial.

Quizás es falta de memoria.

Sí, como la mía.

En el prólogo dice que la literatura no puede cambiar las cosas, que no puede arreglar este mundo.

Bueno, algo sí puede hacer. Estamos sentados aquí, hablando de esto. Es muy poquito, pero es algo. Algo se quedará del libro en la gente, no sé.

Entonces, ¿el mundo tiene solución?

La paradoja sería que para unir de nuevo a toda la gente ocurriera un desastre natural. Ya no sería eso de nosotros contra ellos, sino nosotros contra aquello. Estaríamos unidos frente a algo, no sé el qué. Necesitamos un enemigo nuevo para dejar de pensar en que nuestro vecino es el peligroso.

Quién sabe, si vive 101 años, como Allan, quizá llegue a verlo.

Espero llegar a esa edad. Entonces, me sentaré en el porche de mi casa y diré lo que me salga de las narices. Conduciré demasiado rápido, y cuando me pare la policía diré como excusa: “¡Que tengo cien años!”.

En cierto modo, los abuelos y los niños se parecen, porque no tienen sentido del ridículo, ¿no?

Hay un dicho sueco que dice que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad. Podemos añadir ahí a los centenarios. Lo mejor sería un centenario que también fuese un borracho.

¿Como Allan?

Exacto.

¿Recuerda cómo creó a este personaje?

Necesitaba a una persona para denunciar y mostrar todos los desastres de un siglo XX. Necesitaba a una persona que lo hubiera vivido. Pero su falta de pena, de tristeza, no la descubrí a la página 160 de El abuelo que saltó por la ventana y se largó. Ahí me di cuenta de que era un vividor. Cuando terminé el libro tuve que reescribir el principio.

¿Y tiene algo que ver con alguno de sus abuelos?

Con el materno no, para nada. Con el otro… Mi abuelo materno tenía los pies sobre la tierra, tenía ese sentido común, sí. Recuerdo que nos reunía a todos los nietos alrededor de su banco para contarnos sus historias, cuentos fantásticos. Y nosotros le decíamos: «¿Pero eso es verdad?» Y respondía: «A los que solo cuentan la verdad no merece la pena escucharlos».

Entonces, ¿qué pasa con los periodistas?

Cuando era periodista teníamos una broma recurrente: «No compruebes demasiado una historia, que se rompe».

Usted que ha estudiado castellano, y que admira a Cela, Lorca o Cervantes… ¿No ve algo de quijotesco en su personaje?

Mmmm… No, había mucha ira en Don Quijote. Su pariente más cercano es el protagonista de «Las aventuras del buen soldado Švejk», de Jaroslav Hašek. No sabemos si fue el soldado más tonto de la Primera Guerra Mundial o fue el único que comprendió lo que estaba pasando. Algunas veces también se le ha comparado con Forrest Gump. La diferencia es que con Forrest Gump no hay duda: era tonto.

¿Ha cambiado mucho su vida con el éxito?

El aburrimiento no forma parte de mi vida. Tengo 57 años y me ha ido cada vez mejor, teniendo más ingresos, más dinero. Aunque no empecé a escribir por falta de dinero. Yo tenía una productora de televisión exitosa, pero al final me quemé y la vendí. Gané mucho, no necesitaba hacer nada. Pero necesitada una nueva identidad. No quería ser experiodista o exproductor. Quería ser algo.

Y no le ha ido mal.

Cuando empecé a escribir miré cuánto había que vender para poder publicar una segunda parte, una segunda novela: tres mil ejemplares. Y como tenía dinero, pensé que si no lo conseguía yo mismo podría comprar hasta mil copias. Con el paso del tiempo me contaron que había vendido siete mil ejemplares. En un día. En Alemania. Y ahora estoy aquí, dieciséis millones de libros más tarde.

¿Por qué vive tan lejos de todo, en la isla de Gotland?

Yo no voy a las fiestas literarias de Estocolmo. Puedo entenderlo, que los escritores se relacionen entre ellos, que se muevan en el mismo ambiente, que se promocionen los unos a los otros. Mientras tanto, yo me quedo en mi granja, en medio del Báltico, tomando mi snus [un tipo de tabaco sueco, cuanto menos, pintoresco]. Cada uno es como es.

¿Seguirá escribiendo?

Es la vida.

¿Y habrá más novelas de este abuelo?

Con el primer libro dije que no, y mentí. El final de esta novela lo he dejado ahí, en el aire, por si lo tengo que recuperar.

¿Para cuando el mundo se vuelva más ridículo todavía?

No va a tardar mucho.

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