Muere Joan Didion, la gran cronista de su propia realidad

La escritora estadounidense ha fallecido a los 87 años en su casa de Nueva York a causa de la enfermedad de Parkinson

La escritora Joan Didion ABC

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En la última escena del documental ‘El centro cederá’ (2017), Joan Didion desaparece al final del largo pasillo de su apartamento neoyorquino tras pronunciar una frase que define sus últimos años de vagar por una vida que narró mientras pudo, hasta que la muerte se interpuso en su camino: «Lo malo es que a mí nadie me sobrevivirá». Cargaba, desde hacía años, con el duelo, siempre inconsolable, de haber perdido a su hija, Quintana Roo, sólo ocho meses después del fallecimiento de su marido, el también escritor John Gregory Dunne.

A ambos los despidió en dos libros, ‘El año del pensamiento mágico’ (2005) y ‘Noches azules’ (2011), que le ayudaron a transitar por la inmensa aflicción sin recrearse ni renunciar a ella. Y el jueves, a punto de comenzar la misma Navidad en la que tuvo que presenciar, un 30 de diciembre, cómo su compañero, en la escritura y en la vida, caía fulminado víctima de un ataque al corazón, Didion falleció en esa misma casa, repleta de fantasmas literarios que un día fueron de carne y hueso, con los que por fin se reencontró.

Padecía, desde hacía años, la enfermedad de Parkinson, dolencia que la mostró tan débil en el documental dirigido por su sobrino, el cineasta Griffin Dunne, que su brazos, que movía entre aspavientos, parecían de un cristal fino, a punto de quebrarse. Nadie la sobrevivirá, no, y esa certeza la devastó en vida. Pero deja tras de sí una de las obras más importantes de la literatura estadounidense de la segunda mitad del siglo XX.

Fue la cronista más personal del llamado ‘new journalism’, aunque categorizarla sería acabar con la magia de su prosa, perfecta simbiosis entre el periodismo y la literatura, a medio camino entre la ficción y la realidad. Su voz, tan personal como incisiva, certera, inapelable, retrató a una sociedad, la norteamericana, con sus guerras infames, sus jipis lisérgicos, sus políticos acartonados y su sueño convertido en pesadilla.

Didion nació en Sacramento (Estados Unidos) en 1934 y se graduó en la Universidad de Berkeley (California). Influida por los efluvios narrativos de Hemingway, al que admiraba sobre todas las cosas, y Joseph Conrad, comenzó a escribir y, tras ganar un concurso de la revista ‘Vogue’, cruzó al otro lado del espejo, el del periodismo, y del país. Se instaló en el Nueva York de comienzos de la década de los 60, donde malvivía en un tugurio en el que cada noche, al volver de la redacción, tecleaba sin parar, en la oscuridad de una ciudad que amenazaba con engullirla. En 1963 publicó su primera novela, ‘Río revuelto’, y un año después se casó con John Gregory Dunne, que ya tenía un nombre, con sus apellidos, en la revista ‘Time’.

Al poco tiempo, movidos por la insatisfacción de Didion, la pareja se trasladó a California, donde encontraron una casa en Malibú en la que llegaron a tener trabajando como carpintero a un jovencísimo Harrison Ford. Allí formaron una familia idílica en apariencia junto con su hija, Quintana Roo, a la que adoptaron tras recibir una llamada que les cambió la vida. El genio de Didion empezó a despuntar entonces. Se levantaba a media mañana, bajaba las escaleras sin mediar palabra con nadie, cogía una Coca-Cola y se ponía a escribir.

Cientos de páginas, miles. Para todas las publicaciones en las que se contaba la realidad, tan difícil de apresar entonces: ‘Life’, ‘Esquire’, ‘The Saturday Evening Post’, ‘The New York Times’, ‘The New York Review of Books’... Cómplice y amiga del Hollywood de la época –escribió numerosos guiones junto con su marido–, narró el crimen de Sharon Tate, la esposa de Roman Polanski, y vio a una niña ‘puesta’ de LSD porque su madre se lo había dado. Un momento que, según le confesó a su sobrino en el documental, «fue oro. Cuando estás escribiendo un artículo, vives por momentos como ese. Para bien y para mal». Vida. Periodismo. Literatura. El genio indisoluble.

Nunca renunció a la ficción. Cada vez que terminaba una novela, metía el manuscrito en el congelador (lo hizo hasta el final, pues la diosa de la narrativa era humana), y con tan singular método salieron obras como ‘Según venga el juego’ (fue llevada al cine por Frank Perry, con guión de Didion y su marido, y protagonizada por Anthony Perkins), ‘Una liturgia común’, ‘Democracy’ o ‘The Last Thing He Wanted’.

Pero el paraíso de la soleada California, escenario de la furia desatada del verano del amor y sus excesos, se agotó. Didion y su familia dejaron atrás a Janis Joplin, a Jim Morrison, a Charles Manson... y regresaron a un Nueva York que les recibió con todos los honores, sobre todo a ella. Su marido aceptó el papel de escritor secundario de la pareja, y pasó a ocupar un segundo plano que Didion nunca quiso eclipsar del todo.

En Manhattan, en el lujoso barrio del Upper East Side, la autora se acomodó a una rutina plácida de escritura sin reparar en que su hija se alejaba de la vida que un día soñó para ella. «Era adoptada. Me la dieron para que la cuidara y fallé». Palabras de culpa. «Me di cuenta de que ya no me daba miedo morirme, me daba miedo sufrir una lesión en el cerebro y seguir viva». Palabras de duelo. Sin tiempo para asumir la muerte de su marido, tuvo que enfrentarse a la de su hija, con sólo 39 años. Y lo hizo, de nuevo, escribiendo. Hubo momentos en los que Didion llegó a preguntarse qué sucedería si algún día no podía «encontrar las palabras que funcionen».

Hoy, todos sus lectores nos quedamos huérfanos de ella, de su vida y de su obra.

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