Los combatientes españoles a los que Hitler admiró

Xosé Manoel Núñez Seixas destripa la experiencia vital de la División Azul en «Camarada invierno»

CORRESPONSAL EN BERLÍN Actualizado: Guardar
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Hasta hace poco se escuchaba en cenas familiares alemanas que «si los españoles hubieran estado a nuestro lado, en lugar de los alemanes, habríamos ganado la guerra». Así lo ha escuchado en alguna ocasión Xosé Manoel Núñez Seixas, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela y desde 2012 también de la de Múnich, cuyo último libro destripa la experiencia vital de la División Azul y reconstruye con ánimo detectivesco las peripecias vitales de los combatientes españoles en la guerra Germano-Soviética. «Camarada invierno» (Crítica) lleva solo una semana en las librerías españolas y está a punto de ver la luz en Alemania exactamente 75 años después del nacimiento del legendario cuerpo de voluntarios.

–¿Cómo fue el parto?

–La División Azul nació en el hotel Ritz. Dionisio Ridruejo y Mora Figueroa cenaron allí con el ministro de Exteriores Serrano Suñer y le expusieron la idea de llevar un contingente de falangistas a Alemania. Saben que la invasión de la Unión Soviética está al caer y era conveniente estar posicionados. Desde mayo del 41, la Falange ha perdido influencia en el régimen franquista, están perdiendo la batalla con católicos y militares y desean destacar, pero el Ministerio del Ejército exige participar y después de dos días de consejo de ministros Franco llega a una solución salomónica: una unidad mixta donde los mandos salen del ejército y las academias y la Falange se ocupa de los banderines de enganche reclutando voluntarios.

–¿Eran realmente voluntarios?

–En la primera expedición, 18.000 hombres que salen en julio del 41, la gran mayoría lo son. Hasta un 25% eran militantes falangistas, muchos que no pudieron luchar en la Guerra Civil y querían hacer méritos. Otros tenían cuentas pendientes o creían que había que continuar la guerra en otro escenario. En siguientes expediciones o donde no se cubría el cupo, se presionó indirectamente. Si un oficial hace formar a la compañía en el patio y ordena que dé un paso al frente el que no esté dispuesto a ir a Rusia, a ver quién es el guapo. A menudo influía el afán de aventura, nada despreciable, el culto a la masculinidad o el deseo de hacer carrera de oficiales anticomunistas que admiraban a la Wehrmacht, aunque también hubo oficiales que deshacían bajo la mesa los reclutamientos más o menos forzosos. Y hubo un componente económico, por la doble paga. Entre un tercio y la mitad iban ideológicamente convencidos por falangismo, por anticomunismo y por profundo catolicismo.

–¿El tópico del combatiente romántico?

–Llevaban un arsenal de ideas y tópicos en la cabeza. Los clásicos rusos se difundieron mucho en la España de entreguerras. He encontrado en muchas cartas referencias a Tolstói y Dostoievski. Debido a la propaganda, muchos identifican rusos con comunistas y los falangistas habían formado una imagen de país moderno de gran efectividad. Pensaban que en tres meses estarían desfilando en Moscú.

–¿Y qué realidad que se encuentran?

–Que el alemán no era un ejército tan moderno ni tan admirable. Tienen que ir a pie desde Sudauen, Prusia Oriental hasta Vítebsk, Bielorrusia, dos meses de marcha a bajo cero en la que empiezan a conocer la realidad: bajas, prisioneros en estado lamentable, segregación de judíos y maltratos, represalias colectivas contra pueblos acusados de ocultar partisanos. El frente nevado no era el de una guerra relámpago sino estático y no llegaba el correo. El subteniente Arenales escribió en una carta «esto es Somosierra, pero mucho más frío». Mantuvieron la cohesión de la tropa por el núcleo duro falangista y porque muchos se conocían. Los estudiantes del CEU de Valencia aparecían en los lugares más recónditos.

–¿Eran valorados como soldados por los alemanes?

–En los partes consta que eran valerosos y su «disposición a la heroicidad». Con los soldados alemanes de a pie hubo muchos roces por cuestiones de chicas y los mandos no entendían que los oficiales tuviesen asistente y cocinero, impensable, y había quejas por indisciplinas e informes de españoles en la retaguardia mercadeando con hurtos, requisas e incluso armas, pero estaban muy bien considerados como soldados, muy fiables. Y la opinión personal de Hitler era mejor aún que la de sus generales en Rusia. En sus conversaciones privadas sobre los divisionarios cita a un general prusiano que había estado en las Guerras Carlistas, August Karl von Göben, y le da la razón, los califica de románticos, idealistas, aunque critica que los oficiales, «una panda de cerdos», se quedan con la mayor ración. Como soldados los admira, habla de maestros en el arte de la guerrilla y dice que «nuestros soldados están seguros cuando están al lado de los españoles». Además Hitler estaba especialmente fascinado por Muñoz Grandes, en el que llegó a ver un deseable relevo para Franco, al que percibía dominado por la Iglesia y los terratenientes. Creía que la Falange tenía que ganarse a las masas obreras en lugar de reprimirlas y en Muñoz Grandes veía la persona idónea.

–¿Y cómo fue el regreso a España?

–Un desastre. Incluso los heridos tuvieron que ir a pie desde Irún a San Sebastián y la hermandad fue buscando colocaciones a los que pudo. Hubo historias trágicas como la de García Noblejas. Tres hermanos muertos en la Guerra Civil en el bando insurgente, tío asesinado en Paracuellos y los dos hermanos que quedan se enrolan en la División Azul. Uno de ellos muere en octubre del 41 por un mortero y el mando español, al estilo «Salvar al soldado Ryan», obliga a repatriar a la fuerza al que queda, Ramón, que murió en accidente de coche en el 42. También hay biografías increíbles, como la de Ángel Marchena, de una familia represaliada de jornaleros de Córdoba que se alista en el Requeté de corneta, por la paga, y después en la División Azul. Fue hecho prisionero y pasó 11 años en prisiones soviéticas para terminar como Gastarbeiter en Hamburgo en los 60. Historias de combatientes como la de Sotero García, anarquista que se alistó para desertar y unirse al Ejército Rojo, o Martín Arrizubieta, cura nacionalista vasco que quiso aplicar Sabino Arana a una España auténtica de los López y los Pérez, están esperando un guion porque son de película.

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