Las cartas de Rilke a la madre que nunca le quiso

Un libro reúne las 26 misivas que le envió por Navidad, testigos literarios de una relación extraña

Rilke, en una fotografía de 1913 ABC
Bruno Pardo Porto

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Cuando declinaba diciembre, allí donde estuviera, desde su alejamiento continuo y buscado, en Italia, Alemania, Francia o España, Rainer María Rilke empuñaba la pluma y se dirigía a su madre, Sophia. Lo hizo religiosamente entre 1900 y 1925, dejando tras de sí veintiséis misivas introspectivas y contradictorias, testigos de una relación extraña, además de un canto al Misterio y el recogimiento que rodeaba aquellas fechas. Ahora, esos textos se reúnen en « Cartas a mi madre por Navidad » (Encuentro), un pequeño libro que es, también, una gran ilusión: la del amor que nunca fue, la de la fachada que separa las palabras de la realidad.

Leyendo los mensajes de Rilke a su « querida y bondadosa madre » cuesta creer que hable de la misma persona que él describiría después como una «mujer alocada, irreal, sin la menor relación con nada», y que solo despertaba en su ser un deseo irrefrenable de huir. «Temo íntimamente, a pesar de los años transcurridos, no estar lo suficientemente lejos de ella», llegaría a confesar. Pero esto es otra cosa y el hijo aquí se muestra cariñoso, se disculpa por no poder visitarla, por no mandarle ese regalo que se merece. Le cuenta las últimas aventuras de su nieta Ruth, le envía fotos, le dice que se mejore y que disfrute de la soledad, que él estará con ella en espíritu sobre las seis de la tarde (la hora de los regalos en Alemania): bonita forma de poner tierra de por medio y no acudir al sanatorio de Dresde donde estaba internada.

Parece que tenía excusas para no acercarse. Durante los años que mantuvieron esta correspondencia Rilke llevó una vida itinerante , cambiando de país a cada poco. «La gente se sienta en las terrazas de los cafés y en los jardines, pero el ambiente está húmedo y triste, y no parece en absoluto Navidad», se queja desde París en 1902. Al año siguiente, ya en Roma , le informa de que no va a poner árbol para «pasar la fiesta tranquilos, sin parafernalias». En 1910 se marcha a Túnez . «Aquí hay mezquitas, templos de otra fe, pero del mismo Dios», sentencia.

Las fiestas de 1912 las pasa en Ronda , donde disfruta de los paseos y de la «espléndida» ermita de la Virgen de la Cabeza, a pesar de que hace «bastante frío» (¿?). El lugar, además, le sirvió como argumento: «Me hubiera gustado enviarte algo directamente desde aquí, pero Ronda es en este aspecto el lugar más pequeño y rural que te puedas imaginar y sus conexiones postales son tan modestas y penosas que resulta imposible enviar nada, aunque sea algo muy pequeño». Resolvió la papeleta diciendo que le mandaba todo su «amor», que suponemos que era algo tan ligero que le podía llegar desde cualquier parte del mundo.

Una ilustración de la Virgen de la Cabeza, en Ronda, incluída en el libro Andrea Reyes de Prado

La carta más sincera de este libro está fechada a finales de 1914, poco después del estallido de la Primera Guerra Mundial . «Por fin ha llegado esta fiesta santa, imperturbable a pesar de estos confusos tiempos grises (...) ojalá, incluso este año, siga presente este Misterio, y convenza, transforme y sobrecoja a los hombres agitados y violentos que han tomado la muerte en sus manos y se han traído la desgracia los unos a los otros», escribe al inicio. Pero la revelación la encontramos más adelante, cuando Rilke al fin reconoce que su cariño solo crece en la distancia: «Desde que soy niño he tendido a ser solitario y a no tener familia y a huir de las fiestas familiares, y he preferido por el contrario tener relaciones distantes por todo el mundo, estoy predeterminado a no sentir en la proximidad, sino en la distancia; solo en la distancia se manifiestan mis sentimientos con toda su verdad, poder y profundidad».

«Rilke ni quiso ni fue querido nunca por su madre», asevera en el epílogo el escritor Antonio Pau Pedrón . Por ello, insiste, la clave para leer estos documentos es entenderlos como parte de su obra artística. «Aunque hable de sí mismo y se dirija a su madre –lo que podría haber sido la ocasión de expresar la máxima sinceridad– ha hecho, simplemente, y nada menos que literatura», sentencia. De hecho, el poeta no firmó estas cartas como Rainer sino como René, el nombre del que había renegado tras marcharse de casa, aquel que había elegido su madre después de la muerte prematura de su primera hija. Y quizás René no era ya el nombre de una persona, sino el de un personaje.

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