ENTREVISTA

Yuval Noah Harari: «La tecnología podrá sustituir a la gente por completo»

Tras haber vendido más de diez millones de ejemplares en todo el mundo con «Sapiens», el historiador israelí regresa a las librerías con «21 lecciones para el siglo XXI», un compendio de consejos para abordar el futuro sin olvidarnos del presente

El historiador israelí Yuval Noah Harari, autor de «Sapiens» ABC

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Pregunta de Trivial : ¿qué tienen en común Barack Obama , Bill Gates y Mark Zuckerberg , además de la nacionalidad estadounidense? La respuesta poco tiene que ver con la política. O sí, pero de refilón: «Sapiens» . Así se titula el libro que los tres se afanaron en recomendar, hace ya tres años, y que encaramó a su autor, el entonces desconocido Yuval Noah Harari (Kiryat Atta, Israel, 1976), a lo más alto de las listas de ventas en todo el mundo.

En un tono divulgador que no renuncia a la base científica, Harari supo llegar a los lectores ¡con un ensayo! y, ni más ni menos, para «explicar» la historia de la humanidad. Pero no se equivoquen, no se trata de conocimiento para «dummies». La base de este historiador es tan sólida que desde la aparición de «Sapiens» todo lo que ha tocado se ha convertido en oro. Tras enfocar su mirada al futuro en «Homo Deus» , el israelí acaba de publicar «21 lecciones para el siglo XXI» (Debate), obra en la que afronta los retos inmediatos que nos depara el presente.

En este mundo atrapado en «fantasías nostálgicas sobre la vuelta al pasado» y en el que los políticos «ya no son capaces de crear visiones significativas para el futuro», decide centrarse en el presente. ¿Por qué, cuál es el objetivo?

«21 lecciones» intenta aprovechar las perspectivas y las enseñanzas de mis dos primeros libros con el fin de aportar claridad a los debates políticos del presente. ¿Qué nos enseñan el pasado y el futuro de la humanidad sobre la crisis de emigración, el cambio climático y el terrorismo? No podemos cambiar el pasado; no podemos vivir el futuro. Únicamente podemos actuar en el presente. Por eso, el conocimiento solo es útil de verdad si nos ayuda a enfrentarnos mejor al momento presente.

En ese sentido, ¿qué debemos hacer para prepararnos para la revolución del siglo XXI que, según usted, se acerca? ¿En qué cree que consistirá esa revolución?

La revolución clave de las próximas décadas consistirá en la fusión de la biotecnología con la infotecnología. La idea más destacada del siglo XXI es que los organismos son algoritmos, y que los algoritmos pueden piratear a los organismos. En la práctica, esto significa que si podemos acumular suficientes datos biológicos y suficiente poder de computación, podremos entender a la gente mejor de lo que ella misma se entiende. Entonces, podremos predecir sus decisiones, manipular sus deseos, controlar sus vidas y, por último, incluso sustituirla por completo.

También es una cuestión de educación. ¿Qué tipo de enseñanza puede preparar a nuestros hijos para ese futuro?

Nadie sabe cómo serán el mundo y el mercado de trabajo en 2050 y, en consecuencia, nadie sabe qué capacidades en concreto hay que enseñar actualmente a los jóvenes. Es probable que mucho de lo que se aprende ahora en el colegio sea irrelevante cuando los chicos tengan 40 años. Mi consejo es centrarse en la resiliencia mental y la inteligencia emocional. Tradicionalmente, la vida se ha dividido en dos partes: un periodo de aprendizaje seguido de un periodo de trabajo. En la primera parte de la vida, construimos una identidad estable y adquirimos capacidades personales y profesionales. En la segunda parte, nos fundamentamos en esa identidad y esas capacidades para abrirnos paso en el mundo, ganarnos la vida y contribuir a la sociedad. En 2050, este modelo tradicional estará obsoleto y la única manera de no quedarse fuera de juego será seguir aprendiendo a lo largo de toda la vida y reinventarse una y otra vez. Esto creará enormes dificultades psicológicas. El cambio siempre produce estrés, y reinventarse a los 40 años puede ser excesivo para mucha gente. Incluso si uno consigue hacerlo con éxito, ¿volverá a reinventarse a los 50? ¿Y otra vez a los 60? La mayoría de los actuales sistemas educativos no preparan a la gente para una vida tan fluida y estresante. Lo más importante que tenemos que enseñar a los niños es cómo construir su personalidad para aceptar los cambios en vez de resistirse a ellos. En el pasado, la educación construía identidades como casas de piedra, con cimientos profundos y paredes sólidas. Hoy en día, tenemos que construir identidades humanas como tiendas de campaña, fáciles de plegar y desplazar.

El libro se fija en los acontecimientos de los últimos 30 años y, en particular, en los de la década de 1990. Teniendo en cuenta que, desde entonces, el mundo ha estado dominado por la democracia liberal, ¿qué podemos esperar ahora de la política? ¿En qué ideología podemos creer?

El orden liberal pone el acento en los valores y los intereses compartidos por toda la humanidad; cree que la cooperación es mejor que el conflicto y la fomenta permitiendo la libre circulación de ideas, bienes, personas y capital. El orden liberal tiene muchos defectos, pero ha hecho el mundo más pacífico, sano y próspero que nunca. Sin embargo, la gente está perdiendo la fe en el orden liberal. Cada vez más, los Gobiernos de todo el mundo restringen la inmigración, imponen elevados aranceles, censuran las ideas que vienen del extranjero y convierten sus países en fortalezas amuralladas. Si esto sigue así, el orden liberal global se derrumbará.

¿Y qué sistema lo sustituirá?

El nacionalismo tiene ideas sobre cómo gobernar un país en concreto, pero no tiene ningún plan viable para gobernar el mundo. Algunos nacionalistas esperan que el mundo se convierta en una red de fortalezas amuralladas. Cada fortaleza nacional protegerá su identidad y sus intereses únicos. No habrá emigración, ni culturas plurales, ni élites mundiales. El problema de esta manera de ver las cosas es que las fortalezas rara vez son amistosas. En el pasado, todos los intentos de dividir el mundo en países bien delimitados acabaron en guerras y genocidios. Sin valores universales y organizaciones mundiales, los países rivales no pueden ponerse de acuerdo sobre ninguna clase de normas comunes. Otros nacionalistas adoptan una postura aún más extrema y afirman que no necesitamos en absoluto la cooperación mundial. Nuestro propio país debería preocuparse solamente de sus propios intereses, y no debería tener obligaciones con el resto del mundo. Lo único que tiene que hacer la fortaleza es levantar el puente levadizo y ocuparse de sus murallas. El resto del mundo puede irse al infierno. Esta postura nihilista no tiene sentido. Ninguna economía moderna puede sobrevivir sin una red comercial mundial. Y, lo que es todavía más importante, tanto si a la gente le gusta como si no, hoy en día la humanidad se enfrenta a tres problemas comunes que se ríen de las fronteras nacionales y que solamente se pueden resolver mediante la cooperación a escala planetaria. Son la guerra nuclear, el cambio climático y la disrupción tecnológica. No hay país capaz de evitar la guerra nuclear, poner fin al calentamiento global o regular la inteligencia artificial por sus propios medios. Para enfrentarnos con éxito a estos problemas necesitamos más, y no menos, cooperación mundial. Tenemos que crear una identidad global y animar a la gente a que sea leal a la humanidad y al planeta Tierra además de a su nación en particular.

El problema es que, cada vez más, la gente busca en el pasado fantasías nostálgicas en las que refugiarse, como el nacionalismo que acaba de mencionar. Creen que puede ser un cobijo, pero es simplemente un escondite ficticio y temporal, completamente utópico. ¿Cuáles son los principales peligros, las principales amenazas que plantean esas fantasías? ¿Y cómo podemos derrotar a esos fantasmas?

El peligro más importante es que el apego a las fantasías nostálgicas nos impedirá resolver los problemas mundiales del siglo XXI. Si la gente se preocupa exclusivamente de su propio país, ¿cómo va a poder evitar el cambio climático o regular las tecnologías peligrosas? Si pensamos que tendríamos que regular minuciosamente la ingeniería genética en humanos, debería ser obvio que esa regulación solamente será eficaz si todos los países están de acuerdo con ella. No servirá de mucho que España prohíba la ingeniería genética en bebés humanos si Reino Unido o China la permiten. De hecho, debido al inmenso potencial de estas tecnologías disruptivas, basta con que un país tome la vía de aceptar más riesgos con el fin de obtener más beneficios para que otros sigan su peligroso ejemplo por miedo a quedarse atrás. De manera similar, tenemos que crear una red de seguridad global para proteger a los seres humanos de las crisis económicas que, probablemente, provocará la inteligencia artificial. La automatización producirá una nueva riqueza inmensa en los centros tecnológicos como Silicon Valley, mientras que sus peores efectos se notarán en países en desarrollo como Honduras. Habrá más puestos de trabajo para los ingenieros de software de California, pero menos para los trabajadores textiles y los camioneros hondureños. ¿Aumentarán los gobernantes estadounidenses los impuestos a los gigantes tecnológicos de Silicon Valley para dar ayudas o reciclar a los desempleados de Honduras? Es improbable. En la actualidad, la economía es global, pero la política todavía es muy nacional. A no ser que encontremos soluciones a escala mundial a las disrupciones que provocará la inteligencia artificial, países enteros podrían hundirse, y el caos, la violencia y las oleadas de emigración resultantes desestabilizarían el mundo entero. Por eso la actual ola de nacionalismo es tan peligrosa. No existen soluciones nacionales para problemas mundiales.

Entonces, ¿qué deberíamos hacer?

No creo que tengamos que instaurar un «Gobierno mundial». Esta idea es dudosa y poco realista. Más bien, la política nacional e incluso la municipal deberían otorgar mucho más peso a los problemas mundiales. Cuando elegimos un Gobierno o un alcalde, tenemos que tener en cuenta su programa en lo que respecta a los asuntos mundiales, no solo a los locales.

Sostiene que, a pesar de la tecnología, la religión sigue siendo extremadamente relevante. En su opinión, ¿qué papel desempeña la religión en este nuevo mundo en el que intentamos vivir? ¿Y la tecnología? Porque está claro que nos facilita la vida, pero ¿puede también resolver nuestros problemas reales, dar respuesta a las preguntas más importantes de nuestro día a día?

La tecnología resuelve los problemas técnicos y los relacionados con las decisiones políticas. Nos permite cultivar más alimentos, curar las enfermedades y viajar con más seguridad. En el pasado, se suponía que la religión se encargaba de todo ello. La gente rogaba a los dioses comida, salud y seguridad. En la época actual, la religión ha perdido estas funciones porque, la verdad sea dicha, no era muy eficaz a la hora de proporcionar comida, salud y seguridad. La verdadera especialidad de los sacerdotes y los gurús nunca ha sido realmente lograr que llueva, curar o hacer magia. Siempre ha sido más bien la interpretación. Un sacerdote no es alguien que sepa curarte de tu enfermedad por medio de las plegarias y la magia. Es alguien que sabe cómo justificar por qué la plegaria no ha funcionado, y por qué hay que seguir creyendo en los grandes dioses, aunque parezcan sordos a nuestras súplicas. Los científicos también saben tomar atajos y tergiversar las pruebas, pero, al final, lo que distingue a la ciencia es la disposición a reconocer el fracaso e intentar una vía diferente. Por eso los científicos han aprendido poco a poco a elaborar medicamentos mejores, mientras que los sacerdotes solo han aprendido a elaborar mejores excusas, así que hasta los verdaderos creyentes dejaron de ponerse en manos de la religión para que curase sus enfermedades y depositaron su confianza en los médicos. Sin embargo, la religión ha conservado una función muy importante, y es la de definir la identidad de la gente. No puede curarnos o darnos de comer, pero nos dice con quién deberíamos compartir nuestra comida. En el siglo XXI, la división de los seres humanos en judíos y palestinos, españoles y marroquíes o rusos y polacos sigue basándose en los mitos religiosos más que en los hechos científicos. Desde una perspectiva científica, todos los seres humanos somos muy similares. Por consiguiente, se desarrolle como se desarrolle la tecnología en las próximas décadas, podemos prever que los argumentos sobre las identidades religiosas seguirán influyendo en el empleo de las nuevas tecnologías. Sin duda, es posible que las ciberbombas y los misiles nucleares más modernos se utilicen para resolver una disputa doctrinal sobre textos medievales.

Usted defiende que «la claridad es poder», pero en una sociedad en la que Donald Trump decide qué es verdad y qué es mentira a través de Twitter... ¿qué podemos hacer con la epidemia de bulos? ¿Cómo podemos seguir confiando en el periodismo?

El problema fundamental no es Trump, sino el modelo que ha llegado a dominar el mercado de la información. En esencia, consiste en ofrecerte «noticias emocionantes que no te cuestan nada a cambio de tu atención». La atención se capta mediante los titulares sensacionalistas, y luego se vende a los anunciantes y a los políticos. En esta batalla por la atención, hay pocos incentivos para salvaguardar la verdad. Uno puede creer que está haciendo un buen negocio. No tienes que pagar nada, y estás entretenido con historias interesantes. Pero, en realidad, tú no eres en absoluto el consumidor, sino el producto. Te están vendiendo. El público renuncia a su bien más valioso -su tiempo y su atención- y permite que las poderosas corporaciones y los políticos le laven el cerebro. Es una locura. Un modelo muchísimo mejor para el mercado de la información sería el de «noticias de calidad que te cuestan mucho dinero, pero no abusan de tu atención». Si estamos dispuestos a pagar por alimentos, ropa o coches de calidad, ¿por qué no estarlo a pagar por una información de calidad?

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