Julio Falagán aúna la ironía y lo macabro en su ilustración para este relato
Julio Falagán aúna la ironía y lo macabro en su ilustración para este relato
125 AÑOS DE «BLANCO Y NEGRO»

«La verdadera enfermedad» vista por Julio Falagán

¿Se acuerdan de la paranoia que se vivió en 2015 con el ébola? Una centuria atrás sucedió algo similar con la viruela. Luis Taboada y Julio Falagán, unidos, en la salud y la enfermedad

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Desde que se habían recibido las primeras noticias sobre la aparición de la viruela en la calle del Bastero, D. Agapito era víctima de la aprensión.

Su apreciable esposa no cesaba de decir:

–Buenas son las precauciones, pero tú abusas del miedo. La aprensión va á llevarte al sepulcro.

Pero él no escucha las atinadas observaciones de su mujer, y sigue adoptando toda clase de medidas sanitarias, en perjuicio de la salud.

Bebe el agua caliente, mezclada con vino de Cariñena y betún mate; duerme con la cabeza dentro de un saco de azufre, y se pasa las horas sentado sobre un barreño, porque le han dicho que el barro de Alcorcón es un preservativo eficaz contra las enfermedades infecciosas.

D. Agapito ha despedido á la criada porque no quiere la aglomeración de gente en su domicilio, y ha adoptado el siguiente procedimiento para comunicarse con la portera, que es quien surte de comestibles á aquella desventurada familia.

Él arroja una cesta desde la ventana al patio, sujeta con un cordel; la portera coloca los comestibles en la cesta, y D. Agapito la sube desde arriba. Depués somete los comestibles a una fumigación de pólvora y cáscara de huevo. Todas estas prescripciones higiénicas le han sido facilitadas por un albéitar que ha hecho grandes estudios sobre toda clase de virus, y desea que le nombren veterinario del Ministerio de Fomento.

D. Agapito tiene una hija que ama á un joven escribiente de la clase de quintos; pero como medida sanitaria, ha quedado prohibida la presencia del escribiente en aquel domicilio.

–No tengo la seguridad de que ese chico se mude todas las semanas –dice D. Agapito–. Un hombre que sólo cobra veinte duros al mes, debe tener pocas camisas.

–Pero, papá, si es limpio como los chorros del oro –contesta la chica sollozando.

–No me fío de la ropa blanca de ese joven.

Todas estas prescripciones higiénicas le han sido facilitadas por un albéitar que desea que le nombren veterinario del ministerio

La única vez que entró en aquella casa el desventurado galán, después de la aparición de la viruela en Madrid, D. Agapito lo metió en la despensa y allí lo tuvo haciendo cuarentena dos días. Para que no muriese de inanición, su novia le servía los alimentos por la gatera con la caña de la escoba.

–Sabina –dijo Agapito á su mujer–, tengo una buena noticia que darte. Un doctor americano asegura que el verdadero preservativo contra la viruela es…

–¿El palo de jabón?

–No.

–¿La harina de linaza?

–Tampoco. El agua de Colonia tomada en ayunas.

–Pues es cosa fácil de obtener.

–Estás en un error; es necesario que la Colonia sea legítima.

–Comprémosla inmediatamente.

–¿Estás loca? Yo no salgo á la calle por nada de este mundo. Quiero vivir en el aislamiento.

–Enviemos á la portera.

–¡Jamás! ¿Quién me asegura que nos la traiga legítima? Además, llevo hechos muchos gastos. Aun no hace quince días que le compré á la niña una caja de pastillas de clorato, y de seguro que ya se las ha comido.

–Agapito, eres un tacaño.

–Lo que soy es muy previsor y un hombre ordenado, que no quiere morir en San Bernardino… ¡Caramba! ¿Cuánto costará un frasco de agua de Colonia superior?

Una tarde D. Agapito leía por centésima vez las prescripciones higiénicas del doctor americano, cuando entró Dª. Sabina en la habitación, y mirando fijamente á su marido, exclamó:

–Agapito, tienes la nariz llena de pintas. Agapito, ¿estás malo?

El esposo se levantó como movido por un resorte, y fué á mirarse al espejo.

–Sí, sí –decía lleno de espanto. –Yo tengo las viruelas.

Se le habían indigestado las frases de su esposa hasta el punto de producirle ardor en el estómago. Cuando logró que la tranquilidad volviese á su espíritu, había adoptado una resolución heroica. La de mandar á la portera por un frasco del agua sublime…

–¡Señá Juana! –gritó desde arriba.

–¿Qué se ofrece? –preguntó la buena mujer.

–¿Sabe usted lo que es agua de Colonia?

–Vaya si lo sé. ¿No es una cosa blanca y espesa?

No, mujer, no. Usted la confunde con el agua de vegeto.

–Bueno, pues usted me dirá.

–Quiero que vaya usted á una droguería. ¿Sabe usted lo que es una droguería?

–¡Hombre, ni que viniera ahora de arar! Una droguería es una tienda donde venden los engüentos.

La única vez que entró en aquella casa el galán, D. Agapito lo metió en la despensa y lo tuvo haciendo cuarentena dos días

–Perfectamente. Pues vaya usted corriendo á comprar un frasco de agua de Colonia, pero de la buena. Yo no sé lo que costará; debe ser cosa de cuatro ó cinco reales. Dice usted que es para un remedio… Ponga usted el delantal, que voy á echarle un duro, porque no tengo otra moneda más chica; pero de fijo que le sobran á usted cuatro pesetas lo menos...

La señora Juana corrió á la droguería, regresando á los pocos minutos.

–¡Eh! ¡D. Agapito! Aquí está el agua de colondria –gritó desde abajo.

–Ate usted el frasco á la punta de la cuerda, que voy á tirar. ¿Cuánto ha sobrado?

–Una peseta.

–¡Demonio!

–Es de la superior.

–Aunque sea. En fin, ¿qué le vamos á hacer? La salud es antes que todo.

Aquella noche D. Agapito soñó con las cuatro pesetas.

Dos días después, llegaba á sus manos un número de « La Correspondecia» que servía de envoltura á un cuarterón de garbanzos.

–¡Dios mío! –exclamó D. Agapito palideciendo.

–¿Qué? –preguntó su esposa llena de sobresalto.

–Lee este anuncio.

D.ª Sabina leyó lo siguiente:

Agua de Colonia superior á tres pesetas cuartillo.

–¡Me han cobrado una peseta de más! –exclamó D. Agapito dejándose caer sobre la cama.

Cuando vino el médico, D.ª Sabina, después de explicarle el origen de la indisposición de su esposo, preguntó al doctor:

–¿Cree usted que tiene las viruelas?

–Señora –contestó el discípulo de Galeno–, hay una enfermedad mucho más temible que las viruelas, y esa es la que padece su marido de usted.

–¿Cómo se llama?

Se llama la miseria.

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