ARTE

Montmartre era una fiesta

Con el reclamo del nombre de Toulouse-Lautrec, CaixaFórum, en Madrid, revive el espíritu del París de fines del siglo XIX

Prueba litográfica de «La canción de Montmartre», de Jules Grun

Víctor Zarza

Todavía hoy, al pronunciar el topónimo «Montmartre» , evocamos automáticamente un lugar y un tiempo que en nuestra memoria mantiene unos rasgos ambientales y estéticos, una idiosincrasia, bastante definidos. El lugar es un barrio del norte de París , donde la ciudad tiene su perfil orográfico más alto, coronado por el Sacré Coeur.

El impulso reformador del barón Haussmann convirtió la hasta entonces pequeña población campesina en un suburbio de la Ville Lumière que, como tal, tendría en sus inicios una población social y económicamente muy deprimida. Corría la segunda mitad del siglo XIX. El contrapunto a este poco prometedor entorno lo pusieron los locales de diversión y esparcimiento que se instalaron en Montmartre, alrededor de los cuales comenzó a moverse un público heterogéneo (lo mejor y lo peor de la sociedad del momento), entre el que no faltaron escritores, músicos ni artistas, que acudieron en busca de inspiración, acomodo y algo más.

Lo que sucedió allí en apenas quince años se convertiría en un paradigma del ambiente bohemio, artístico por excelencia, casi legendario. Deslumbrados por aquel Montmartre que conocieron de primera mano, Rusiñol, Casas, Miguel Utrillo y algún compañero más en la aventura modernista intentarían trasplantar parte de su espíritu a Barcelona, fundando el café Els Quatre Gats (eco del parisino Le Chat Noir)

Aunque en el título de esta exposición aparece como protagonista Henri de Toulouse-Lautrec , lo cierto es que la misma va mucho más allá de su producción, ya que comprende la de otros colegas de la época.

Fuera de discusión

Pero el pequeño aristócrata nacido en Albi fue, sin duda, el representante más conspicuo de aquel breve e intenso periodo; a pesar de que su desdichada biografía le haya aportado una fama considerable y algo anecdótica (pareja a la de su coetáneo Van Gogh ), su obra posee un grado de calidad y originalidad que está fuera de discusión. «Pintor de la vida moderna» -como reclamara Baudelaire en un célebre texto-, lo fue con todas las consecuencias.

Litografía de «Le Moulin Rouge», de Toulouse-Lautrec

Trató de plasmar sin ambages aquellos aspectos de la realidad que le interesaron, para lo cual puso en juego un estilo ágil y colorista: adecuado al dinamismo de muchos de los motivos sobre los que centraba su atención y, asimismo, al ritmo que la existencia urbana iba imponiendo en la visión de los artistas; y también atento a las novedades que en el campo del tratamiento cromático se derivaron de la experiencia impresionista. Pero el compromiso de Toulouse-Lautrec con los requerimientos estéticos de su época no se detuvo ahí: tan importantes como sus pinturas fueron las ilustraciones de diverso tipo, estampas y carteles que realizó en abundancia; trabajos que elevan la categoría de lo comúnmente tenido por «artes aplicadas» a un nivel artístico superior y que demandan otro tipo de recepción por parte del público. En busca de Toulouse-Lautrec iría el joven Picasso cuando viajó a París en 1900.

Con acierto y muy sugestivamente ambientada (esto de Montmartre fue, ya se ha dicho, cosa de «ambiente»), la exposición propone un recorrido a través una serie de apartados que se corresponden con temáticas predominantes (el circo, la mujer, grabados y carteles…) o hacen alusión a los locales entonces de moda (Les Quat‘z’Arts, Le Chat Noir, Théâtre Libre, Théâtre de l’OEuvre, Moulin Rouge, Moulin de la Galette, L’Élysée Montmartre…) donde se fraguó este espíritu desde los diversos campos de la creación que allí convergieron, prestando especial atención a las publicaciones que se derivaron (partituras, programas, anuncios…) y a las revistas, generalmente de carácter satírico (Le Rire, Le Courrier Français, Gil Blas Illustré, Le Frou Frou, L’Assiette au beurre, Le Mirliton...).

Todo vale

Numerosos artistas aplicaron su creatividad a los distintos medios gráfico-plásticos que en aquel momento se prodigaban, al entender que cualquier soporte resultaba idóneo para trasladar sus concepciones y comunicarse con el público (un cuadro, una estampa, una ilus- tración, la decoración mural…). Estéticamente, todo ello supuso una gran innovación y propició un cruce de influencias sustancial: aquellos encontraron en el variopinto entorno que les ofrecía Montmartre inspiración para sus obras (más que solo de índole temática, actuó como un catalizador para el desarrollo de sus estilos), al tiempo que, en reciprocidad, con su trabajo contribuyeron a incidir de manera efectiva en la sensibilidad de sus contemporáneos, que se vieron literalmente rodeados de sus creaciones.

Así sucedió, en mayor o menor medida, con artistas de la talla de Théophile-Alexandre Steinlen (muy activo y engagé ), Adolphe Willette, Eugène Grasset, Maxime Dethomas, Henri Rivière (el creador del teatro de sombras, que causó sensación en Le Chat Noir), Suzanne Valadon (modelo y más tarde pintora), Henri-Gabriel Ibels, Pierre Bonnard, Louis Anquetin, Jules Cheret (famoso por sus carteles), y otros muchos.

Años después, a comienzos del siglo XX, el relevo parisino como hervidero de la modernidad se trasladaría al barrio de Montparnasse , pero ya con un aire cosmopolita y vocación decididamente vanguardista.

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