Fotografía de Miguel Trillo, tomada en Londres en 1983
Fotografía de Miguel Trillo, tomada en Londres en 1983
ARTE

Miguel Trillo, enamorado de la moda juvenil

La exposición del artista gaditano en el CA2M da cuenta de su mirada de «fotógrafo de la vida moderna». La muestra «reconstruye» sus dos primeras citas expositivas en la galería Ovidio y la Sala Amadís

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Yo estaba allí, aunque no se me vea; no me refiero a mí, sino a la mirada deseante o voyeurística de Miguel Trillo que es la de alguien que se «autorretrata» a través de una suerte de eterna juventud que encontró en los conciertos de una época bastante «movidita». Este profesor de instituto, que en los setenta intentó sin éxito vincularse a la renovación estética sedimentada en la revista «Nueva Lente», se topó con su obsesión en conciertos de la Nueva Ola, en los colegios mayores de la Ciudad Universitaria. En 1979, en Venecia, había «descubierto» los planteamientos de August Sander y Diane Arbus que le enseñaron el camino de la «sencillez»; pero lo más decisivo fue que, como le confesó a Laura Terré, hizo de la música «un instrumento para conquistar la libertad».

En las fotos de Trillo no hay melodrama, sino alegría y goce de vivir.

Las exposiciones que realizó en la galería Ovidio («Pop Purrí. Dos años de música pop en Madrid», 1982), y en la Sala Amadís (1983), donde presentaba fotocopias de fotos realizadas en Madrid y Londres, revelan el giro «musical» de su imaginario, que pasa de estar enfocado en los cantantes para fijarse en el público, que es quien realmente «daba el espectáculo». No era un virtuoso del foto-reportaje musical, sus instantáneas tenían algo de anodino pero van a dar lo mejor de sí cuando seleccione a algunos adolescentes y los aparte del jolgorio.

Cima y cierre de La Movida

Juan Albarrán ha desplegado un riguroso trabajo de investigación en torno a la época de la «instucionalización» de la disciplina en España, centrando su atención en esas primeras exposiciones de Trillo en las que se liberaba del «passepartout» convencional para disponer las fotos como una hilera continua sobre bastidores de madera, o bien las pegaba irregularmente con cintas en el espacio de la Sala Amadís, recubierto con plásticos negros, y con la música como elemento imprescindible de la atmósfera lúdica. La reactualización de esas muestras no es un ejercicio nostálgico, sino que trata de pensar críticamente «dispositivos» de la transición cultural. Ha envejecido aquel tono hueco y chulesco de la época en la que se hablaba de «marcha» y había una cantidad considerable de pasotas. En cierto sentido,la cima y el cierre de La Movida aconteció cuando el «viejo profesor» pronunció la frase legendaria: «El que no esté colocado que se coloque, y al loro». Los modernos habían derrapado desde el «after-punk» a las cantinelas «camino Soria».

Stephen Bull señaló que las fotos realizadas por Miguel Trillo en los últimos treinta años no constituyen una historia de la contracultura juvenil: «Sí que hay jóvenes que exhiben la ropa y la actitud que surgió o se recuperó a los largo de esas décadas -"punks" y góticos, "new romantics" y "ravers", "skaters" y surferos, «b-boys» y «b-girls», mods prefabricados y retrorroqueros. Todos aparecen en la obra de Trillo-, pero la cronología de su aparición o de su revival es completamente irrelevante». Lo que nos ofrece, con una insistencia que es casi su divisa «metodológica», es un archivo de gente que posa y se exhibe, esto es, sujetos que intentan ser, al tiempo, diferentes pero también «formar parte de algo». Los retratos de los miembros de la tribu que realiza Trillo son contemporáneos de los estudios sobre la subcultura que iniciara Dick Hebdige en 1979, un año en el que también se publicaron fotolibros como «Teds o mods», que, entre otros, se exponen como documentos complementarios en el CA2M.

Desenfadada naturalidad

Los retratos de Miguel Trillo transmiten una desenfadada naturalidad, aunque todo sea «artificio», y su mirada de «fotógrafo de la vida moderna» termine por ser un inagotable elogio del maquillaje. El «look» de Ana Curra o la evolución de los peinados de Alaska podrían llevar a pensar que en esta indagación casi antropológica todo está «cogido por los pelos». Trillo es un tímido, un merodeador de los ambientes festivos, que tocó la gloria con la punta de los dedos cuando Paloma Chamorro le entrevistó en su mítico programa «La Edad del Oro», justamente cuando estaba montada la expo de Amadís. Su estética no es ni meramente documental ni conceptualista; tampoco creo que su metodología tenga que ver con el estructuralismo, sino más bien con la obsesión por atrapar la rebeldía juvenil en una alegoría del deseo. Si el «fanzine» que publicó en aquella década prodigiosa se titulaba «Rockocó» puede que revele, casi a la manera fotográfica, el aliento rococó de la estética de Miguel Trillo: un arte de pasillos, callejones, lugares de «transición» cuando los marcos o desaparecen o se vuelven delirantes.

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