ARTE

Merz, el retorno de un clásico

Hace más de 30 años, Mario Merz y otros padres del «povera», ocuparon el Palacio de Velázquez del Retiro. Allí regresa ahora el italiano en solitario, demostrando la pertinencia de su obra

«Iglú de Giap», obra de 1968 que da pie a obras similares de Mario Merz

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El arte povera , según señaló Mario Merz (Milán, 1925-2003), ha utilizado productos comerciales, manufacturados y elementos de la tecnología, junto a procesos naturales, para representar una idea artística, devolviendo al soporte un valor pregnante de destino en sentido amplio.

Es cierto que esa noción es demasiado vaga para hacer comprensible lo que une la teatralidad poética de Kounellis con la química de los objetos y el simbolismo del viaje en Zorio ; el plegamiento conceptual sobre la estrategia de la mirada en Paolini o la marca de lo particular en Anselmo .

Germano Celan considera que es característico de estos artistas la resistencia a lo mimético, tanto como a la apología de lo objetual, planteando una defensa de lo intuitivo, una serie de procesos que tienden a lo que llama «decultura» , esto es: la regresión de la imagen al estado preiconográfico, aunque eso pueda suponer un himno al elemento banal de la vida cotidiana.

Para mí, el encuentro con el arte povera tuvo lugar en la exposición que en 1985 fue instalada en el Palacio de Velázquez y en el Palacio de Cristal del Retiro , una de las experiencias más determinantes de mi formación estética; volvía una y otra vez a ver toda una serie de obras que me causaban tanto desconcierto como excitación. Aquella era una memorable dramaturgia escultórica de sensaciones extremas. La venus de los trapos de Pistoletto , la Caída de ícaro de Pistoletto y el cañón semoviente de Fabro rodeaban un inmenso árbol de Penone , un tótem que terminó por convertirse en el vértigo de mi imaginación, en el emblema de la dialéctica extrema, en la que Naturaleza y cultura podrían volver a trazar una ruta.

La obra de Mario Merz regresa tres décadas después al parque madrileño del Retiro , revelando que sus «míticas» espirales conducen de nuevo hacia el centro-excéntrico de la poesía. Si en sus comienzos, este imponente artista italiano tuvo que lidiar con el informalismo expresionista, pronto c omenzó a seguir el camino de la Naturaleza , atento a los árboles, las ramas y las hojas. Comprendió que había que buscar la «materia primera», y no dudó en entregarse a su tarea con la obsesión del alquimista.

Su peculiar «romanticismo» no tenía nada de regresivo . Al contrario: introducía con audacia un elemento tan artificioso como el neón en construcciones de vidrio, piedra o madera; utilizaba un material denso como el plomo o dúctil como la tela; derramaba cera en un deseo de fijar huellas. Merz señaló que para él era importante trabajar desde la emoción que le producía un objeto artesanal para después apropiarse de él, «de su estructura, de sus secretos, decodificándolos y desentrañándolos hasta que consigo hacerlo vivir en sintonía con mi propia estructura física».

El iglú, un icono

Sin duda, la construcción icónica de Merz es el iglú, que comenzó a desarrollar a finales de los años sesenta, dedicando una de sus primeras versiones a Giap, un oficial del ejército vietnamita al que se atribuye una declaración crucial: «Si el enemigo se concentra, pierde terreno; si se separa pierde fuerza» . En su ensayo sobre el dedo gordo del pie, Bataille constataba que la especie humana se aleja tanto como puede del barro terrestre, pero algunas partes del cuerpo provocan la derrisión, el retorno de la palpitación sangrienta, la discordia violenta de los órganos o la profundidad indomable de la piel.

Precisamente Merz señaló, en un texto de 1982, que en el hombre occidental de hoy «el pelo da miedo». Sería necesario recuperar una suerte de dimensión «aborigen», dejar de lado ese modo histórico del arte que funciona como un «símbolo totémico» para mantener la enemistad con los animales. Merz convoca un bestiario de cocodrilos, iguanas, evocando acaso el «viaje» del Rinoceronte de Durero , encaminándose en una espiral que nos lleva, al tiempo, hacia un espacio protector y hacia una afuera donde lo inesperado puede acontecer.

El Palacio de Velázquez «habitado» por las instalaciones de Mario Merz se ha transformado en un espacio mágico y háptico, sedimentando el tiempo del nómada que, como sugerían Deleuze y Guattari , tiene que convertirse en un animal que toca todo por medio de la voraz mirada.

Siempre actual

Las impresionantes construcciones del italiano siguen, como la serie Fibonacci , «sumando» y progresando, transportándonos -como él quería- más allá de las romas perspectivas sociológicas. Declaró, con plena conciencia de que su tarea artística era tan heroica cuanto desesperada, que «si la forma desaparece, su raíz es eterna».

Al reencontrar estas obras no puedo dejar de pensar en su atmósfera «clásica», en su provocadora y elegante forma de incitarnos a pensar otros destinos para nuestro mundo , en su capacidad para plantar cara a la angustia.

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