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John Muir, cómo el Oeste fue salvado

Se cumplen 100 años de la creación del Sistema de Parques Nacionales de Estados Unidos, un proyecto que inspiró el naturalista escocés John Muir, fiel seguidor de Humboldt

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La meseta del Colorado alberga la mayor concentración de parques nacionales de Estados Unidos. El río, antes de darse celebridad en Arizona con el Gran Cañón, cruza el estado de Utah y esculpe, con ayuda de sus tributarios, las impresionantes rasgaduras de Canyonlands, donde la nieve sobre los dedos rocosos parece azúcar glaseado y la sucesión de desfiladeros se pierde hasta la línea del horizonte. Hay gente que se ha extraviado aquí y que nunca ha aparecido. Agua, hielo y viento se tomaron sus milenios para producir los arcos y agujas de Arches y Bryce Canyon; mucho tiempo después, las antiguas civilizaciones indias dejaron su mensaje, en forma de petroglifos, en las paredes de Capitol Reef, y John Ford

hizo cabalgar a John Wayne hacia el crepúsculo en Monument Valley.

Grito de piedra

Al norte, mordiendo los estados de Wyoming, Montana e Idaho, muestra sus prodigios Yellowstone, el primer parque nacional del mundo, creado en 1872 y famoso por sus lagos, espinazos montañosos, bosques y fenómenos geotérmicos. Al oeste, en California, surge el grito de piedra de Yosemite en mitad de Sierra Nevada, el lugar que John Muir consideraba su Templo. A los pies de la pared de El Capitán, el naturalista descubrió a Dios, pero no a un Dios que resonaba desde los púlpitos de las iglesias, sino al que daba a la naturaleza de Humboldt ese carácter de organismo vivo. Yosemite, Yellowstone, el Gran Cañón, Canyonlands… son los particulares museos del Prado y del Louvre, las catedrales góticas de la vieja Europa, las pirámides del aún más viejo Egipto o la Gran Muralla y la Ciudad Prohibida chinas con los que la joven América, por fin, podía competir. El salvaje Oeste salvado para la gente.

Hace un siglo, Estados Unidos aprobó el Organic Act, la ley que creó el Sistema de Parques Nacionales. El país ya había protegido una docena de ellos, pero este documento firmado por el presidente Wilson el 25 de agosto de 1916 fue la culminación de un sueño por el que lucharon Thoreau o Muir. «No hay nada tan americano», presumió Obama en el discurso en que recordó el aniversario. «La idea que hay tras los parques es que el país pertenece al pueblo».

John Muir fue, probablemente, el primer ecologista moderno. Nacido en Dunbar, en la costa este de Escocia, en 1838, escribió una decena de libros y cientos de artículos donde defendió su particular filosofía sobre la vida salvaje y la preservación de los espacios naturales. «El camino más claro hacia el Universo pasa por un bosque virgen», sentenció. Pero antes de emprender ese viaje emigró con su familia a Estados Unidos, tierra prometida para tantos europeos.

Su padre levantó una granja en Wisconsin. En 1861, con 22 años, se matriculó en la Universidad de Madison, donde cursó estudios de Química, Geología y Botánica. La Guerra de Secesión desgarraba el país, y John, para evitar ser reclutado, cruzó la frontera hacia Canadá, su nueva «universidad de la naturaleza». Trabajó en un aserradero y, al final del conflicto, regresó a Estados Unidos, a Indianápolis, donde encontró empleo en una planta de piezas para carruajes. Un grave accidente en el ojo que hizo temer por su visión supuso un aldabonazo. No tenía tiempo que perder.

Dirección: la Tierra

En 1867, ocho años después de la muerte de Humboldt, nuestro hombre viajó a Sudamérica ligero de equipaje. «¡Cuánto deseo ser un Humboldt!», suspiraba. El día de su refundación como persona, sacó un cuaderno vacío y escribió en la primera página: «John Muir, planeta Tierra, Universo», una reafirmación de su lugar en el cosmos de su admirado naturalista y explorador alemán. Luego se instaló en una cabaña en el valle de Yosemite, donde estudió la vida íntima de las plantas. En la primavera de 1872, cuando unos fuertes temblores sacudieron Yosemite, salió corriendo y gritando: «¡Un noble terremoto!». Al ver las enormes rocas que caían, pensó que la destrucción es siempre creación.

Muchas personalidades le cursaron visita. Como relata Andrea Wulf en «La invención de la naturaleza», llegaban al valle a caballo, con los animales cargados de las comodidades de la civilización. Con su ropa llamativa, eran como bichos de colores entre las rocas y los árboles. Entre ellos, el poeta y escritor trascendentalista Ralph Waldo Emerson, mentor de Thoreau, que no quiso acampar al raso. Un detalle que «no decía nada bueno del glorioso trascendentalismo», pensó su anfitrión. Emerson quedó tan impresionado con el joven que le propuso fichar por Harvard. Muir se negó. El poeta le advirtió: «La soledad es una amante sublime, pero una esposa intolerable».

Pero Muir no cedió. Escribió sobre «el aliento y los latidos de la Naturaleza». Lo que en Humboldt era una respuesta emocional, para Muir se convirtió en un diálogo espiritual. Donde el alemán veía una fuerza creadora interna, el escocés encontró una mano divina. Muir no sólo había entablado una conversación con el cosmos, sino también con Humboldt: tenía sus libros garabateados a lápiz. Le dio tiempo a casarse, tener dos hijas, montar una explotación agrícola y viajar por el mundo antes de acompañar al presidente Theodore Roosevelt a Yosemite y alertarle sobre la sobreexplotación de los recursos naturales. Murió en Los Ángeles en 1914, dos años antes del nacimiento del Sistema de Parques Nacionales que hoy integra 412 áreas y recibe más de 300 millones de visitantes al año.

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