FELIPE FERNÁNDEZ-ARMESTO

«Deberíamos celebrar 40 años de la Constitución y estamos obsesionados con el independentismo»

El historiador británico Felipe Fernández-Armesto siempre se ha definido por la lucidez de sus palabras y el amplio espectro que manejan sus investigaciones

Felipe Fernández-Armesto José Ramón Ladra

Manuel Lucena Giraldo

Felipe Fernández-Armesto , con ocasión de su participación en la Cátedra España en Colombia, iniciativa de la embajada de España, Banco de Santander y Universidad Javeriana, recibe en exclusiva a ABC Cultural.

En estos días de debates sobre el hispanismo, su presencia en Colombia ha sido muy apreciada.

Me encanta Colombia y participar en charlas, conferencias, seminarios, sobre la gran colaboración transoceánica que fue la monarquía global española ha sido una oportunidad. Debemos como historiadores intentar explicar de qué manera en época preindustrial, un país pequeño como España, dominó territorios tan vastos a escala global.

Esta cuestión me parece relevante. ¿Ha cambiado el papel reciente del historiador?

Me siento halagado por la pregunta, pues presume que lo soy. Algunos colegas quisieran expulsarme de la profesión. Realmente nunca he entendido esas limitaciones disciplinarias. La historia trata de la herencia común de los humanos. El estudio del pasado abarca todo lo que somos capaces de conocer. Así que no hay más que pasado, todo es pasado y todo forma parte de mi campo de estudio. En cuanto a lo que podemos transmitir, cuando escribo cosas y doy conferencias, intento comunicarme conmigo mismo y pienso que si logro cierto nivel de comprensión, habré logrado algo. Claro que me encanta comunicarme con la gente, pero nunca tengo expectativa de lograrlo. Dependemos de un medio de comunicación poco fiable, el lenguaje, que suele dar lugar a malentendidos. De estos a veces surgen innovaciones. En cierto sentido, una idea nueva no es más que una idea antigua mal entendida.

Han surgido preguntas relacionadas con la situación global y local. El momento de Colombia, la situación de Venezuela, Trump, el Brexit, la situación de desorden aparente del mundo.

Llegamos los historiadores diciéndoles, esto ya ha ocurrido antes, no hay que ponerse nervioso, que no cunda el pánico. Sabemos del daño realizado en el pasado por populismo, nacionalismo, odio a los demás, reacción de miedo a los cambios. Al conocer los desastres del pasado, debemos estar precavidos. La historia tiene mucho qué contar. En el caso de Colombia, me llama la atención la reacción tan templada y mesurada a la inmigración venezolana. Porque es un país que ha experimentado históricamente poca o ninguna inmigración, en comparación con casi todos los demás de este hemisferio. Ahora están frente a esta enorme oleada de refugiados de un régimen venezolano que a mí me produce un total rechazo. Al otro lado, sorprende que un régimen tan hostil a los intereses de su pueblo siga vigente sin provocar una revolución.

«Rechazo el teléfono móvil para proteger el fundamento de mi felicidad y el punto de inicio de todo estudio, que es el ocio»

Como catedrático de la Universidad de Notre Dame, vive en Estados Unidos, que tenía hasta hace poco la imagen de una potencia occidental colaborativa. Esto parece haber terminado.

En España estamos obsesionados con nuestra imagen y proyección. Con lo que piensan los demás de nosotros. Es una consecuencia de la leyenda negra. De la tibetanización de España, del aislamiento moral y político que sufrió el país bajo la dictadura. Ahora también los problemas constitucionales que tenemos son una gran fuente de desengaño, de desilusión. Debíamos estar celebrando cuarenta años de la constitución democrática y, en lugar de eso, estamos obsesionados con las maniobras de los independentistas catalanes y a quién convencen de su delirio. En Estados Unidos no es así. No les importa lo que piensan fuera.

Pero se trata de un país enorme.

En efecto, si vives en Minnesota cuando te hayas puesto al día de lo que ocurre en Missouri, ya no te da tiempo de pensar en lo que sucede en Barcelona o Moscú. Es un país muy cerrado en sí mismo. La economía va bien y están muy satisfechos con lo que hacen. Hay una especie de complacencia en Estados Unidos. Se alza la bandera en las casas, cantan el himno por doquier. Les da la impresión de que todo marcha.

Quizás la historia estadounidense y la magnitud geográfica expliquen esa actitud de desdén e ignorancia de lo que pasa fuera.

La historia de Estados Unidos es muy paradójica. Es un país que nació en rebelión, se ensanchó por agresión, se mantuvo por esclavitud y logró ser la gran potencia del mundo menospreciando a los demás. Pero también ha sido un país modélico en democracia y libertad. Hasta cierto punto me cuesta confesarlo, porque las limitaciones de estas tradiciones en Estados Unidos son evidentes. Tienen más encarcelados que cualquier otro país. Para esos descarriados, la libertad no cuenta en absoluto. Tienen un sistema de sufragio que excluye a millones de personas. A pesar de todo, constituye desde el siglo XIX un modelo de organización de una sociedad democrática. En la segunda guerra mundial y la guerra fría, sin el apoyo de Estados Unidos, cabe imaginar lo que hubiera ocurrido a Europa. Me acuerdo bien de una cena familiar, cuando era bastante chiquitín. Casi todos los miembros de mi familia eran antiamericanos, porque pensaban que el presidente Eisenhower sostenía a Franco. Un tío mío que era bastante de izquierdas intervino de repente en ese debate en la mesa familiar y preguntó: ¿A quiénes hubiérais preferido para ser la gran superpotencia que nos manda a todos, los nazis, los militaristas japoneses, los soviéticos? Si no reconocemos que los estadounidenses fueron los mejores de todos, lo menos que podemos decir es que fueron los menos malos. Y les debemos lo que tenemos de libertad y democracia.

«Los estadounidenses fueron los mejores de todos, o los menos malos. Les debemos lo que tenemos de libertad»

En este asunto como en otros, parece que asistimos a una resurrección de los intelectuales, los creadores de opinión.

No estoy tan seguro. En décadas pasadas, los historiadores participaban en los grandes debates sobre política y cultura. Ahora parecen menos interesados en estas oportunidades y permanecen enterrados en sus especializaciones, tal o cual cubito de tierra, un momento determinadísimo de la historia. Su relevancia en la vida diaria no se reconoce más y, tal vez, es por eso que resulta tan difícil sostener los departamentos de historia en las universidades, o atraer estudiantes a la disciplina. Existe una esperanza disminuida en la historia. El retiro, el abandono del espacio público por los historiadores, es evidente.

Estamos en un momento en que la digitalización obliga a pensar de nuevo muchas profesiones. Por cierto, sigue sin tener teléfono móvil. ¿Es usted un tecnófobo?

En efecto. No quiero dar la sensación de que no sea una persona modesta. Pero tengo asumido que, si tuviera uno, se multiplicarían las demandas y compromisos. Rechazo el teléfono móvil para proteger el fundamento de mi felicidad y el punto de inicio de todo estudio, que es el ocio.

Mientras lleva a término un importante proyecto sobre las obras públicas en el imperio español, que cuenta con el apoyo de la Fundación del Pino, ¿qué podría adelantar a los futuros lectores?

Lo fundamental en esta obra es que se trata de un homenaje a Rafael del Pino, un gran ingeniero y empresario español. Esperamos mostrar que la ingeniería, las obras públicas, no son un tema aburrido. Lo que lograron esos ingenieros que sirvieron a la corona española en tantos continentes, «remediar con el arte los defectos de la naturaleza», fue impresionante. Para mí la civilización, por buena o mala que sea, consiste en la modificación del entorno físico para acomodarlo a las necesidades humanas. La lealtad política en el imperio español estuvo asociada a un proyecto compartido, que tuvo una expresión en las obras públicas, acueductos, fábricas, puentes, puertos, caminos. La monarquía española fue un agente cohesionador y un gestor global muy eficaz. Creo que se trata de una muestra de la influencia del imperio romano en la monarquía española. Lo que habían hecho los romanos lo volvieron a hacer los españoles.

Muy personal

Felipe Fernández-Armesto nació en Londres en 1950. Es hijo del periodista y escritor Felipe Fernández Armesto (conocido como Augusto Assía).

Es catedrático de Historia Mundial y Ambiental del Queen Mary College de la Universidad de Londres.

Doctor honoris causa por la Universidad de Los Andes de Colombia. En 2009 se incorporó al departamento de Historia de la Univ. de Notre Dame (Indiana, EE.UU.).

Es autor de casi una treintena de ensayos, incluyendo trabajos sobre Colón, la Armada Española y una «Breve historia de la humanidad».

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