Ajuste de letrasDavid Carr: ¿Quién apuntó con la pistola?

El autor pertenece a la saga de periodistas «malditos» atrapados por la bebida, la droga y la genialidad

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«Mi amigo Phil me dio una lata de película fotográfica llena de coca, y yo iba a coger un gramo. Me fui al baño y el poli golpeó la puerta del retrete en el que estaba». Habla David Carr en «Page One», un documental sobre el periódico «The New York Times». «El poli dijo: “Eres muy ruidoso, colega”. E inmediatamente me puso contra la pared». En 2011, cuando se grabó la cinta, Carr era un periodista carismático, conocido por escribir columnas como si fueran reportajes. Era el Jimmy Breslin de la «Dama Gris». «Luego me llevó por la calle manzana arriba, donde tenía el coche aparcado». Carr señala la calle de aquel paseíllo en Minéapolis, Minesota, donde nació en 1956. «Me llevaban agarrado y esposado por delante del centro comercial donde trabajaba mi padre». Nunca había tenido tantas ganas de meterse en un coche patrulla. «Era otra vida… Era otro tipo… Era ese tío», dice al pasar junto a un tío tirado sobre un banco, semiinconsciente, en plena noche.

Carr habla a la cámara con el cuello doblado hacia adelante por lo debilitados que quedaron sus nervios y músculos cuando fue sometido a radiación para curarle el cáncer. Es un cuello largo, de cisne, lleno de cicatrices por las biopsias que le practicaron. Carr tampoco tiene mejillas, pues se le quemaron con la radiación. Una cicatriz cruza su abdomen. «Ahí han estado muchas manos, y no me hago ilusiones de que no vayan a volver», escribió. Le quitaron el bazo y la vesícula en una operación. Se rompió las dos piernas, una muñeca, un brazo, un pie, dos veces la nariz, una mano y un dedo. «Quizá me libré de unas cuantas cosas, pero no me libré del todo».

Drogadicto y alcohólico –quien lo ha sido nunca deja de serlo–, Carr perdió el control en su veintena y su treintena: «Me mantenía a base de Pop-Tarts y Mountain Dew, además de otras sustancias menos nutritivas: LSD, peyote, hierba, hongos, mescalina, anfetaminas, cuaaludes, valium, opio, hachís, alcohol de todo tipo y (esto es embarazoso) semillas de campanilla». También se drogó con cocaína y crack: «Si no hubieran entrado en la competición los adictos a la metanfetamina (la metanfetamina te vuelve loco y te deja sin dientes), los adictos al crack estarían en lo más bajo de la jerarquía de la droga». Había noches en las que se acostaba con su mujer y, en cuanto ella se dormía, se levantaba para ir al encuentro de otra.

El primer jefe que lo despidió de un periódico por sus adicciones le dio a elegir: ¿tratamiento o inhabilitación profesional? «No estoy acabado todavía», respondió Carr, con 31 años. «Las cosas se precipitaron a partir de ese momento». Fue un día de marzo de 1987 que acabó con él, drogado y bebido, intentando entrar en casa de su mejor amigo, Donald. «¡Llámalos! ¡Llama a los malditos polis!». Donald, harto del acoso, lo apuntó con una pistola para que se marchara. Cuando veinte años después Carr recordó con su amigo aquella noche, Donald le desmintió que lo amenazara con disparar: «Eras tú quien la tenía».

«La noche de la pistola» (Libros del K.O.) «es un relato sobre quién tenía la pistola». No hay narrador menos fiable que un drogadicto, explica Carr: «Esté rehabilitado o no, es alguien que ha utilizado su lengua y sus palabras durante mucho tiempo buscando una oportunidad más de colocarse». La noche de la pistola no iba a ser un libro más de memorias sobre un adicto. Decidió hacer periodismo con su propia vida. Buscó su nombre en los expedientes policiales y en los centros de desintoxicación. Entrevistó a sus viejos amigos, a sus jefes, a los traficantes para los que trabajó y a las mujeres con las que estuvo.

El resultado de esta investigación es un libro hipnótico, fruto de dos años de trabajo que se resumen en 19,3 gigabytes: «Esto es lo que acabó ocupando mi vida, en bits, en el disco. Los datos se acumularon y empezaron a contar una historia que yo creía conocer, pero no». Pocas cosas ocurrieron como él las recordaba. La memoria es mentirosa: los recuerdos se construyen cada vez que se evocan, de modo que es fácil que con el tiempo uno termine reconstruyendo su pasado como le hubiera gustado que ocurriera.

«Si yo dijera que fui un matón gordo que pegaba a las mujeres y vendía cocaína defectuosa, ¿les gustaría mi historia? ¿Y si dijera, por el contrario, que soy un adicto rehabilitado, que obtuve la custodia de mis hijas gemelas, conseguí que saliéramos de la beneficencia y las crié yo solo, a pesar de tener un pequeño encuentro con el cáncer? Eso es otra cosa».

Son las perspectivas que surgen cuando el periodismo –la búsqueda de la verdad– pone luz sobre los recuerdos.

«Como miembro de una especie que gusta de interpretarse a sí misma, que se esfuerza por mantener a raya la discordancia, prefiero detenerme en las tiernas atenciones que procuraba a mis hijas en mi calidad de padre soltero antes que llegar al hecho de que, cuando su madre y yo vivíamos juntos, yo le pegaba».

Carr murió a los 58 años de forma inesperada en la redacción de «The New York Times». Siempre le fascinó el simbolismo de que necesitara un disco duro para conocer su vida.

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