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Cuando las barbies van a la guerra

Ingrid Rojas Contreras relata en «La fruta del borrachero» cómo crecían los niños en la Colombia de Pablo Escobar

Ingrid Rojas Contreras
Jaime G. Mora

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A Pablo Escobar se le puede explicar diciendo que fue el mayor narcotraficante en Colombia entre los años 80 y 90, que atesoró una de las mayores fortunas del mundo y que se vio tan poderoso que incluso declaró la guerra al Estado. De su pavorosa actividad delictiva y los cientos de asesinatos que ordenó han dado buena cuenta cierta literatura complaciente con su leyenda y producciones televisivas que lo han convertido en un malo malísimo al que admirar.

Hay otra manera de explicarlo: decir que «era como el rey Midas de las palabras». Es la opción que elige Ingrid Rojas Contreras en « La fruta del borrachero » (Impedimenta, 2019): «Todo lo que tocaba, lo transformaba; narco seguido de un guion: narco-paramilitar, narco-guerra, narco-abogado, narco-congresista, narco-estado, narco-terrorismo, narco-dinero», dice Chula, la niña de 7 años que protagoniza la ópera prima de esta joven autora colombiana.

Igual que Chula, Rojas Contreras fue una «narco-niña» en la Colombia de Pablo Escobar. Como el personaje de su novela, ella y su hermana sufrieron un intento de secuestro y su padre fue apresado por los guerrilleros. Eran aquellos años en que los niños «temían a cualquier hombre o mujer con uniforme porque no tenían capacidad para distinguir entre todos los grupos armados del país».

O, visto con los ojos de Chula, aquella época en la que sus padres subían el volumen de la televisión cuando aparecían las noticias de escándalos políticos o asesinatos. «Papá era una enciclopedia andante. Presumía de que podía nombrar al menos de una tercera parte de los 128 grupos militares en Colombia», dice una niña incapaz de entender la diferencia entre los guerrilleros y los paramilitares: « ¿Qué era un comunista? ¿Por qué luchaba cada grupo? ».

En «La fruta del borrachero», ya desde su condición de refugiada en Estados Unidos, Chula recuerda en primera persona su infancia, cuando ella y su hermana jugaban a que sus barbies mutiladas eran víctimas de la guerra. Ingrid Rojas alterna con agilidad la narración de la menor de la familia Santiago con la de Petrona, la niña de 13 años que contratan como empleada doméstica.

Chula crece en una familia sin dificultades económicas, junto a su hermana y una madre que asume su educación ante las prolongadas ausencias del padre. Petrona proviene de una casa pobre con tres hermanos adictos a las drogas. La muerte de otro hermano enrolado en la guerrilla la convierte en la principal fuente de ingresos de su familia. Ingrid Rojas cruza ambos relatos desde la mirada curiosa de Chula, que cuenta la entrada de Petrona en su vida. Ahí empiezan las desgracias de los Santiago.

De fondo, las noticias sobre el asesinato de un candidato presidencial o la persecución de Pablo Escobar ubican una trama que la autora eleva por el modo en que retrata la violencia, a través de los detalles cotidianos: las ojeras de los niños con padres secuestrados cuando vuelven al colegio, la importancia de tener un generador eléctrico, solo al alcance de magistrados y embajadores, o el uso de patatas crudas para curar las heridas. Rojas Contreras se presenta con esta novela de debut como una autora con mucho que decir.

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