ROCK

El celestial sonido «sucio» de la guitarra

Los «riffs» imposibles y esa distorsión hipnótica de Hendrix fueron una revelación

Un mural que celebra a Hendrix en Los Ángeles EFE

Luis Pery

Jimi Hendrix murió hace 50 años. Yo todavía no había nacido así que me parece un sacrilegio escribir esto, la verdad. No soy un historiador del rock y veo que tendría que tirar de biógrafos e ilustres periodistas musicales para rellenar el hueco con las consabidas anécdotas , supongo que unas ciertas y otras algo exageradas.

Tampoco soy músico. Lo más cerca que he estado de serlo fue el día que me armé de valor y entré en la «Bass Cellar« de Denmark St. para comprar un bajo. Con la mala pronunciación que tenía por entonces y lo «simpáticos» que eran me indicaron que si quería una «Bass Pale Ale» era un poco más abajo, en el pub. Al final salí de allí con un Kramer del 79 que aún conservo, creo que le daré otra oportunidad dejándolo en dos cuerdas a lo Mark Sandman , y un amplificador Marshall que hace muy poco se llevó un chaval de Wallapop con mucho más talento e ilusión que yo.

No quiero hacer una cronología, tampoco sabría, de su vida y de su carrera musical, con paradas en Seattle, Tennessee, Londres, Monterey, Woodstock y la Isla de Wight; colarme en sus reuniones con Linda Keith y Chas Chandler ; subirme al «Further» de Kesey con él y compartir risas lisérgicas con su suministrador «Bear» y los Grateful Dead; ni siquiera presenciar sus últimos momentos ahogándose en su propio vómito para añadir más misticismo al fatídico club de los 27 que habían iniciado Robert Johnson décadas atrás y Brian Jones apenas un año antes y que continuarían Janis Joplin, Jim Morrison y Kurt Cobain . Eso se puede leer en Wikipedia o en alguno de los libros imprescindibles de la historia del rock.

Lo que sí puedo contar es lo que para un chaval en su más temprana adolescencia supuso escuchar la guitarra y voz de Jimi Hendrix por primera vez; blandir como escudo a la insoportable hostilidad de la radiofórmula española y la insufrible lista semanal de números uno, sus riffs imposibles y esa distorsión hipnótica. Tuve la suerte de vivir a los doce años unos meses en Virginia. Allí descubrí en los canales musicales 24 horas a The Doors, Led Zeppelin, Velvet Underground y vi por primera vez el documental sobre Woodstock, con Jimi Hendrix destilando su alma ante 500.000 hippies.

Al volver sólo pude encontrar refugio en Radio 3, cuando todavía se apellidaba «Pop». Uno tenía que decidir en aquella época si era de los de ponerse en la cola de Jácara para aparentar un par de años más y soñar con enrollarse con alguna chica o hacer la ronda Malasañera del Jam, el Ramonas, La Vía Láctea, el Clash, agarrado a un tercio de Mahou y taladrar al pincha de turno con peticiones que a uno le parecían inteligentísimas pero que él había escuchado ya mil veces. Sé lo que es eso, con los años acabé yo siendo el taladrado con el «Sympathy for the Devil» como petición desvirgadora de algún pijo fuera de sitio. Pinchar en «El Refugio» «Can You See Me» mientras Denny Dent golpea la pared con su brocha y escupe pintura por las manos y nos descubre una de las imágines más icónicas del rock era casi una liturgia, creyentes o no. También nos reuníamos en aquelarre alrededor de su guitarra ardiendo.

Con mi amigo Álvaro, él si toca la guitarra, a veces hacemos nuestra lista no autorizada de los más grandes y es indudable que como pionero en la electrificación extrema y por mérito propio se merece estar muy alto en la lista. ¿El primer puesto? A mí me encanta precisamente algo que otros le critican: lo sucia que suena su guitarra . Lo dicen también de Jimmy Page y de Pete Townshend . Pero cada uno reserva su podio para aquellos que le tocan la fibra y en mi corazoncito ese espacio es para Duane Allman, Rory Gallagher y Stevie Ray Vaughan . Eso sí, todos ellos han rendido tributo al cheroqui afroamericano de Seattle. Al César, lo que es del César.

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