José María Carrascal, a la derecha, con un colega y soldados rusos ante la columnata del Altes Museum (Viejo Museo), Berlín oriental, en 1959
José María Carrascal, a la derecha, con un colega y soldados rusos ante la columnata del Altes Museum (Viejo Museo), Berlín oriental, en 1959

El Berlín de John le Carré

El periodista José María Carrascal rememora sus vivencias en la ciudad de los espías durante las décadas de 1950 y 1960

MADRID Actualizado: Guardar
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Es posible que coincidiera con John le Carré en alguna party, recepción o evento en el Berlín de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, ya que periodistas, diplomáticos, espías y otras gentes más o menos honorables vivíamos «ajuntados» en una de las ciudades más caóticas que se hayan conocido, pues eran dos, Berlín Este y Berlín Oeste, aunque, en realidad eran cuatro: el sector soviético, el norteamericano, el británico y el francés, en los que mandaban los cuatro comandantes, no el Bürgermeister, o alcalde, Willy Brandt por aquellas fechas. Hasta agosto de 1961, en que empezó a levantarse el muro, la convivencia entre tan variopinta población no fue mala, una vez pasado el susto del bloqueo, en 1948, que el «puente aéreo» hizo fracasar.

Podía pasarse sin problemas de un lado a otro a pie, en Metro (elevado y subterráneo) o en coche, aunque los berlineses occidentales apenas lo hacían, por si las moscas, mientras los orientales no podían permitírselo pues el marco occidental se cambiaba a 4,50 orientales. Los extranjeros, en cambio, pasábamos frecuentemente: por 20 marcos podíamos ir a la ópera, que era excelente, comer en Ganimedes, el restaurante de la nomenclatura comunista, e irnos luego a bailar. Una auténtica ganga.

Había más rarezas. En la Maison de France, con una cocina excelente, no podían entrar alemanes a no ser que fueran acompañados de extranjeros. Las únicas líneas aéreas que llegaban al aeropuerto de Tempelhof eran la Pan American, la BEA y la Air France, no la Lufthansa, y comíamos pan hecho con harina de hacía cuatro años, pues se almacenaban alimentos para ese espacio en previsión de otro sitio. Pero el miedo hacía unirse a la gente y abundaban parties y recepciones, oficiales, diplomáticas y privadas, hasta el punto de ser raro el día en no hubiese alguna. Por cierto, una de las primeras cosas que aprendí fue que, en las soviéticas, la máxima autoridad no era el embajador, sino un señor a su lado, atento a lo que decía y dando órdenes con los ojos: el jefe de la KGB. El chiste más común aseguraba que Berlín era la única ciudad donde los espías figuraban en las páginas amarillas del Listín de Teléfonos.

La única asociación que incluía profesionales de los dos Berlines era la de Corresponsales Extranjeros. Teníamos un carnet en inglés, francés y ruso -no en alemán- que abría buena parte de las puertas y nos proporcionaba innumerables ventajas: a los de los países comunistas, poder asistir a todos los encuentros on the record y off the record que teníamos con las autoridades occidentales y, como eran en efecto espías, tenían enorme valor para ellos. Como no podían ofrecernos a los occidentales lo mismo con sus autoridades, nos lo compensaban con viajes por los países del Este, incluso a lugares cerrados a su población. Recuerdo uno a Praga, en plena «primavera política», que fue una auténtica delicia. Por desgracia, meses después comprobábamos que la primavera se tornaba invierno y que prácticamente todos nuestros colegas checoeslovacos en Berlín recibían la orden de regresar, aunque alguno se quedó.

Aquella «entente cordiale» sufrió un duro golpe el 13 de agosto de 1961, cuando comenzó a levantarse el tristemente Muro, que empezó siendo unas meras alambradas. Los corresponsales del Este hicieron lo posible para mantener nuestra Asociación, asegurándonos que todo seguiría igual y que conservábamos el carnet con las prerrogativas. Pero ya no era lo mismo, sobre todo cuando empezó a morir gente que intentaba pasar la barrera, cada vez más sólida, y los controles se acentuaban, aunque nuestro carnet seguía surtiendo efectos casi milagrosos en el cruce.

Puede imaginarse la curiosidad que despertó, allá por 1963, en aquella pequeña isla cercada por tanques y partida por la mitad, la noticia de que un ex espía inglés había escrito una novela que se desarrollaba en la misma. La pregunta más frecuente era: «¿Le conociste?». Pero nadie recordaba al tal Le Carré. Podía deberse a que era un pseudónimo (su verdadero nombre, como saben, es John Moore Cromwell) o a que su carrera en los servicios secretos había sido corta, cinco años. O, sencillamente, que con los espías nunca se sabe lo que es verdad y lo que es mentira. El caso es que todos nos apresuramos a comprar la novela (la edición alemana salió casi simultánea a la inglesa) y era lo que más nos pedían nuestras amistades en Berlín oriental cuando las visitábamos, pero había que andarse con cuidado, por lo que pudiera pasar. A más de uno se la decomisaron en los controles.

Debo reconocer que, en general, no alcanzó las expectativas que había despertado. No había duda de que el autor conocía la ciudad y su ambiente, pero la trama resultaba demasiado mecánica, como escrita por alguien que se hubiera puesto a escribir «una novela de espionaje» en el Berlín del Muro, desde su casa en la campiña inglesa provisto de mapas y de recortes de periódico. Pudo deberse a que nosotros estábamos viviéndola y la realidad desborda con mucho a la imaginación. Es mucho más rica, más llena de sensaciones, de contrastes e imprevistos. De todas formas, el éxito de «El espía que llegó del frío» fue enorme, consagrando al autor como el «maestro de la novela de espionaje» y sus siguientes libros han continuado estando en la lista de bestsellers hasta nuestros días. Yo dejé de leerle con la serie de Smiley y su rival ruso Karla, cuando me di cuenta (al menos es mi impresión) de que más que un novelista de espionaje, Le Carré es el típico moralista inglés que bracea en la ambigüedad de dónde está la frontera entre el bien y el mal. Si se le añade que tiene un problema con su padre –un complejo, diría más bien-, un estafador de alto estándar, mucho más colorido y jovial que él, se explica que escriba siempre el mismo libro en diversos escenarios y distintos personajes, para quitárselo de encima. But that’s another story, como dicen los ingleses. Yo, en cualquier caso, dejé Berlín en 1966 creyendo que iba a morirme sin ver caer el Muro que vi levantar, ya ven cuánto me equivoco. No he querido volver. Prefiero conservarlo en mi memoria como era en aquellos nueve años de mi vida: tenso, dramático, acogedor, lleno de ruinas y sorpresas.

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