ARTE

Barceló: ¿a qué dedica el tiempo libre?

Miquel Barceló llegó a la galería Elvira González para hablar del mar, y su muestra en la galería hace agua por todos los lados

«Ora Prima» (2018)

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Todo puede girar en torno a la obsesión de lo que «debería o no debería» hacer. Incluso podría ampararme en el «síndrome Bartleby» para no reiterar mis desencuentros con la pintura de Miquel Barceló . Nunca he logrado entender el entusiasmo de algunos críticos por una obra que, desde el principio, no era otra cosa que la materialización de una figuración anacrónica, una suerte de pastelón cocinado con lo más rancio de la transvanguardia y los gestos declamatorios del neo-expresionismo. Aquellas librerías y paellas juveniles propulsaron a este artista hasta Documenta. Premiado y reconocido oficialmente de forma precipitada, quedó condenado a ser epígono de sí mismo. Desde hace años da la impresión de que está más perdido que un pulpo en un garaje.

Precisamente es el pulpo el animal que adquiere cualidades totémico-especulares para Barceló en su exposición en la galería Elvira González. En el catálogo vemos páginas de anotaciones en las que expresa el deseo de mimetizarse pulposamente y dedicarse a comer de noche cangrejos y gambas. En Mitología del pulpo , Roger Caillois advierte que se trata de un animal casto al que una fatalidad insuperable hace pasar por libidinoso. La tinta no camufla, en el caso de las pinturitas-acuareladas de Barceló, la desgana de una existencia abisal.

Aburrimiento absoluto

En toda esta serie «pulposa» emerge, de un mar de inmensa monotonía, una sensación de aburrimiento absoluto, como si el proceso de la pintura fuera un «deber» que no proporciona satisfacción alguna. Da igual que represente a unos sujetos en una barca o derive hacia un arabesco: las obras son anodinas, compuestas con desgana , anticipando inconscientemente un naufragio con espectador. Barceló tuvo momentos menos patéticos, por ejemplo, cuando compuso aquellos desiertos con un blanco en el que latía algo putrefacto . Tuvo querencia del barrizal, y eso le llevó a perpetrar algunos proyectos calamitosos. Uno de sus más singulares despropósitos fue aquel elefante que hacía el pino con la trompa, e incluso regaló pedorretas en la Plaza Mayor de Salamanca, justo saludo a su investidura como Doctor Honoris Causa.

El modelo «picassiano» hace tiempo que cayó en picado , aunque los «palmeros barcelonianos» no están dispuestos a dejar de rendir pleitesía al maestro que, como tituló a mediados de los noventa admirativamente un periodista, «pesca pulpos con las manos». Con los mismos tentáculos sigue dándole vueltas a su «deber pictórico», con más dudas que aciertos. Entre las cosas que garabatea se puede leer una triste declaración de que ha hecho «pinturas que no debería haber hecho» para, al lado, añadir: «No he hecho pinturas que sabía hacer».

Este «chico de isla» ha dado brazadas en el despiadado mar del arte y, a estas alturas, parece que ha perdido todo el vigor. «Ya no pinto. Repinto, despinto, pospinto. Días y días en el taller, haciendo como deshacer puntilla. Después, al final sí que pinto, deprisa y corriendo, casi sin luz». Por lo menos no se engaña. Con todo, estas obsesiones del pulpo revelan un estrato profundo del océano cultural español , esa fosa profunda en la que asientan su prestigio momias como el último Almodóvar o Alaska y su corte friki. Barceló no es un mero pecio de las movidas ochenteras, tiene algo de «clásico» a la manera de Perales. En fin: «Quizá para mañana sea tarde».

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