Martín Chirino, poeta del espacio

El artista, fallecido ayer, buscaba el origen sin nostalgia, no olvidaba las «pintaderas» del Museo Canario, demostrando que se puede ser universal sin perder el aliento local

Chirino, fotografiado junto con una de sus obras ABC

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Martín Chirino encarnaba, ejemplarmente, la condición de «herrero y alquimista», como si el libro de Mircea Eliade se hubiera escrito pensando en su extraordinaria concepción poética de la escultura. «Vivo –declaro este gran artista canario y, en todo momento, cosmopolita- ante el borde que limita con el misterio y el peligro, esa encrucijada, es osadía plena que me hace rebelarme constantemente. Son los hechos los que nos definen. Crear esculturas es vivir siempre con un extraño y maravilloso temblor». Rescató el trabajo de la forja, una tecnología primitiva que le permitió revisar el impulso vanguardista del siglo XX; dialogó con la idea de Julio González de la escultura como « dibujo en el espacio » y sublimó las herramientas buscando acaso, a la manera heideggeriana, la condición ontológica que determinada una «puesta en obra de la verdad».

Ángel Ferrant dijo que la naturalidad de Chirino se transmitió a sus hierros en los que no hay nada fingido: «Suya y de ellos es la sencillez y la austera serenidad que los caracteriza: la efusiva expansión en que se distinguen». Chirino formó parte, a mediados de los años cincuenta, del grupo El Paso, crucial en la determinación de la estética informalista, sorteando toda tonalidad nihilista para sugerir trayectos alegóricos, caminos en espiral que transmitían una singular esperanza en tiempos oscuros. Entre las obras maestras de ese periodo se encuentra «El carro» (1957), perteneciente a la serie a la que llamó «herramientas poéticas e inútiles» en las que establecía una meditación plástica sobre las formas relacionadas con la tierra como si buscara una fertilidad específica del imaginario.

Desde que realizara su primera exposición individual en el Ateneo de Madrid en 1957, Chirino no dejó de realizar importantes muestras, consiguiendo un contrato con una galería norteamericana a finales de la década de los cincuenta. Su obra comenzó a formar parte de importantes colecciones internacionales y durante más de medio siglo no dejó de exponer en los mejores museos, acudiendo periódicamente a la cita, en los últimos años, en la galería Marlborough.

Martín Chirino siempre se mostró beligerante contra las dinámicas banalizadoras de cierta cultura contemporánea y no dudó en dar el paso al frente para participar en la gestión y dirección de espacios como el Círculo de Bellas Artes de Madrid en los años ochenta o del Centro Atlántico de Arte Moderno en las Palmas de Gran Canaria que puso en marcha. Contemplé, en alguna ocasión, su precisión y fuerza con el mazo en la fragua, de la misma forma que disfruté de su discurso pausado y elegante . Era, en todos los sentidos, un artista exquisito, capaz de materializar los vientos, de simbolizar al «aeróvoro», convocando el impulso del vuelo, el deseo de ser leve, sin por ello perder gravedad.

En una conversación con Ángel Antonio Rodríguez , en el 2007, declaraba Chirino que en la trayectoria de un artista todo se puede resumir en tristezas y alegrías, en esfuerzos y logros más o menos solitarios, más o menos compartidos: «La verdad es que hoy, después de tantos años y tantas vivencias, sigo trabajando e “incordiando” por necesidad. El trabajo artístico es pura pasión, el arte es misterio, un interrogante que me mantiene vivo y ha hecho que me sienta un hombre feliz, con una familia y buenos amigos». Una de las últimas veces en las que pude conversar (en público) con él fue en su hermosa fundación en el Castillo de la Luz de Las Palmas de Gran Canaria; con noventa años seguía teniendo una lucidez impresionante, testigo honesto de un siglo complejo, heredero de procesos culturales de enorme densidad.

No dejaba de esculpir y grabar espirales, sedimentos visuales que unían lo cósmico y el deseo hermoso de un hombre que tenía la integridad de una roca. Buscaba el origen sin nostalgia, no olvidaba las «pintaderas» del Museo Canario, demostrando que se puede ser universal sin perder el aliento local. Era, en todos los sentidos, un maestro, un referente artístico, un poeta del espacio. Que la tierra, que sublimaste con tus «herramientas inútiles», te sea leve.

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