Asi veía Dámaso Alonso el tesoro de la BNE: «El códice de todos los españoles»

El literato y filólogo español escribió esta Tercera en ABC en 1960, después de que la Fundación Juan March donara el manuscrito al Estado español

«El manuscrito mismo, más que un objeto al servicio de la ciencia se ha convertido en un símbolo, en un centro de la afectividad nacional», afirmaba el poeta

Dámaso Alonso ABC

Dámaso Alonso

La Fundación March nos regala a todos los españoles el viejo códice único en que se contiene el Cantar de Mío Cid. Una generosidad tan grande nos obliga, también a todos los españoles, primero al agradecimiento más profundo, y en seguida, a tener unas pocas ideas claras sobre tan precioso regalo.

El objeto

Es un manuscrito: setenta y cuatro hojas de un pergamino grueso y desigual. En sus versos se canta la vida del héroe en quien se simboliza todo el designio de hacer a España: esa es, en conjunto, la historia de toda nuestra Edad Media. Los españoles amamos a ese héroe, amamos el poema que le canta, amamos el viejo manuscrito que contiene el poema. Fue copiado a principios del siglo XIV, pero su lengua revela una antigüedad mucho mayor. Ménéndez Pidal cree que fue redactado hacia 1140.

Historia sumaria del códice

En el siglo XVI estaba en el Ayuntamiento de Vivar (Burgos); de allí salió para ser publicado en el siglo XVIII. Pasó luego a poder de Gayangos, y más tarde al marqués de Pidal y a sus herederos. De ellos lo compra la Fundación March, y se lo regala al Estado español.

Sobre sus páginas, a lo largo de los siglos, se inclinaron las frentes de muchos eruditos. En el XVIII lo publica Tomás Antonio Sánchez. A fines del XIX lo estudian —con técnica nueva— varios filólogos extranjeros. Pero incomparablemente supera a todos nuestro Ramón Menéndez Pidal: a él debemos casi todo lo que hoy se sabe sobre el Cantar del Mío Cid.

La letra del poema es muy clara; sin embargo, hay algunos pasos de enorme dificultad. Sobre las dificultades que hubiera originalmente se ha sumado la causada por el uso y abuso de reactivos que los eruditos emplearon, parece que desde el mismo siglo XVI, para leer esos pasajes difíciles. El reactivo logra a veces, de momento, avivar la letra, pero deja luego terribles manchas. Afortunadamente los métodos modernos (luz ultravioleta, etc.) ya no harán tales daños.

Lo que hemos ganado

Poco es, sin embargo, lo que la ciencia futura puede añadir a nuestro conocimiento del texto del poema y de su sentido. Cuando una obra como ésta, en la que parece como resumirse el impulso de nuestra nacionalidad, llega a estar tan estudiada y conocida, ya el ser material, el manuscrito mismo, más que un objeto al servicio de la ciencia se ha convertido en un símbolo, en un centro de la afectividad nacional. De lo que vamos a tener seguridad ahora —de lo que es preciso que tengamos seguridad desde ahora— es de que el manuscrito del Cantar, ya nuestro, ya de todos, será para siempre una reliquia querida de nuestro pasado, y estará para siempre al alcance de nuestros ojos para simbolizar y avivar nuestro amor a la especial tradición humana en que hemos nacido, nuestro destino de españoles.

Lo que ya es imposible

Lo tendremos con nosotros, y es imposible que se pierda. El público no suele estar enterado de cómo desde hace un siglo y medio se ha ido mermando el tesoro nacional. Conocemos los terribles efectos de la guerra o del casual desastre, pero hay otra lucha y otro desastre, continuos, tenaces, ocultos. El afán de ganancia hace que cada día obras de arte españolas, traspongan las fronteras. Y es conveniente, y aun necesario, que haya obras de arte español fuera de España; lo malo es que con las que pueden y deben salir se nos vayan también las que son pérdida irremediable para España. Estos objetos, cuando están en propiedad particular, se hallan siempre en peligro: pasan de mano en mano por las transmisiones hereditarias; llegan así a quienes, por no estimarlos o por penuria, los venden. Hace poco apareció en un catálogo extranjero, altamente cotizado, el códice llamado de Castañeda, claro está que en ningún modo comparable al del Cantar de Mío Cid. Era, sin embargo, de los que no debían salir de España ni tener otro comprador que el Estado. Y menos mal si fue a dar a una biblioteca pública extranjera; pero muchos, y quizá el de Castañeda, se sumen, perdidos para siempre, en recatadas bibliotecas particulares del extranjero. Ese peligro ya no existe para el códice del Mío Cid: ya es nuestro para siempre.

Lo que se debe precaver

¿Para siempre? Es necesario que los españoles estemos alerta. Lamento tener que decir que las instituciones oficiales españolas —de cualquier época— no han conocido el exquisito cuidado que estos objetos requieren. Ni lo han conocido ni llegan siquiera a tener órgano para imaginarlo. Y no señalo a ninguna en particular porque para los lamentables casos que personalmente conozco no me bastarían los dedos de ambas manos.

Interesa a las bibliotecas poder mostrar; rápidamente los mejores manuscritos y libros a visitantes —muchas veces distraidos, volanderos, o que se preguntan para qué les enseñan aquellas cosas—. Hay que exhibirlos; nadie se preocupa de conservarlos. Y no hablo de brutalidades, como la que presencié en una ciudad norteña, en la que me enseñaron un antiquísimo códice, uno de los más bellos —si ya no el más— que he visto en mi vida; y mi guía local, que por su profesión debería poseer algo de cultura, pasaba sobre los miniados prodigiosos sus dedazos aculotados de tabaco, y apretaba, y casi rascaba, para mostrar que el dorado era tan bueno que no se iba. Sin llegar a eso, ¡en cuántas bibliotecas he visto los mejores códices, abiertos allí, de cualquier modo, expuestos a la luz en vitrinas que carecen de todas las condiciones necesarias para tal exposición, por cuyas juntas, que no juntan, penetran el aire, la humedad, el polvo, los insectos...! Y entonces recuerdo cómo está expuesto el códice de la «Chason de Roland» en la Biblioteca Bodleyana de Oxford; en mueble especial, con cierre pneumático, con poderosos insecticidas, con un grueso paño oscuro que sólo se levanta los segundos que mira el visitante, con una limpieza reglamentaria del códice y de todo el mueble cada pocas semanas...

Supongo que el códice de nuestro poema nacional irá a nuestra Biblioteca Nacional: allí, estamos seguros, le acogerán manos competentes y amorosas. Sea como sea y vaya donde vaya, los españoles debemos exigir garantías —tenemos derecho, porque el códice es ahora nuestro— y ver cómo va a ser expuesto y cómo va a ser guardado. Hay que protegerlo del incendio, de la inundación, del robo, de la guerra, del polvo, de la luz, de la humedad, de los insectos... ¡Dios mío, cuántos enemigos acechan a una pobre criatura en la que los españoles vemos como la huella de todo nuestro pasado y la proyección de todo nuestro futuro! Y ojalá que la instalación del códice del Cantar del Mío Cid —para la que suponemos se estudiará lo mejor, lo más moderno que la ciencia al servicio de la técnica haya creado— sirva de modelo y de estímulo para que se conserven mejor tantos miles de libros y de códices preciosos, que, depositados en condiciones precarias, todos los días pierden un poco de su belleza o de su valor para la ciencia o para la afectividad, arruinándose poquito a poco, caminando tocia su destrucción, entre la indiferencia publica, en tantas bibliotecas españolas.

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