DIOSAS Y MONSTRUOS

Romy Schneider, un ángel de desdicha

Fue una ninfa del Sena que brilló al lado de directores como Orson Welles o Alain Delon, su mayor amor

Romy Schneider y Alain Delon ABC

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Era austriaca Romy Schneider , según los papeles civiles, pero era francesa por vocación, y por dedicación. Lo dijo ella. Pero sólo había que mirarla, entre un ángel de tormento parisino y una ninfa del Sena de los hondos daños. En una de sus últimas entrevistas, dejó una rúbrica estremecedora y testamentaria: «Tengo 42 años, soy una mujer infeliz y me llamo Romy Schneider». Estamos hablando de una de las grandes del cine de todos los tiempos. Lo fácil es recordar que fue Sissi Emperatriz , pero su carrera encierra más de cincuenta películas, donde brilló junto a Orson Welles, Marcello Mastroianni o Alain Delon , el amor mayor de su vida. La dirigió Visconti y fue una belleza abrumadora, fumadora, solitaria y sin consuelo.

Romy Schneider y Harry Meyen ABC

Romy no se casó con Delon, pero se casó con otros. El primero, Harry Meyen , actor. Luego, el periodista Daniel Biasini , y más tarde Laurent Pétin , con quien no concretó boda, pero como si lo hiciera. Eso, sin hacer censo de los preceptivos romances de rodaje o postrodaje. Pero Delon era mucho Delon. Romy y Alain fueron una pareja bellísima y atormentada. De modo que no pudo ser. Sostiene Sabina que los amores que matan nunca mueren, y lleva razón. He aquí el caso. Se vieron, durante rachas de intermitencia abrasiva, durante veinticinco años.

Hicieron juntos varias películas, y por ahí anda una, «La piscina» , fechada en el 69, siete años después de que la pareja rompiera, porque Romy se fue a Hollywood, a rodar con Orson Welles, y Delon se fue con otra. «La piscina» no va a figurar en la hemeroteca áurea del cine, pero nuestros bañistas son rigurosamente inmortales, él despeinado de virilidad, ella celeste de morbo. En esa película se enamoran, por exigencias del guion, aunque fingían con naturalidad de muy poco esfuerzo, porque, en efecto, los amores que matan nunca mueren.

Así en general, Romy Schneider, resultó una chica estival, deseable y desdichada, que en sus ratos penúltimos, y todavía antes, ya se administraba un variado menú de fármacos, aunque los fármacos «no son capaces de descifrarme», según su propio diagnóstico. Pero ni los fármacos, ni la familia, ni los amores, ni el cine, ni ella misma. Nunca se recuperó del suicidio del primer marido, y se le murió un hijo próspero, David, con catorce años, tras un accidente domiciliar y absurdo. Se encerró, con todo el luto, en un hotel, más sola que la luna, durante meses. Decíamos que ella misma arriesgaba, que no lograba descifrarse, que es como decir que de Sissi sólo tenía el armario. El armario y esos bucles de ángel con depresión. Huyó en cuanto pudo de aquellos papeles de emperatriz reiterada de la Viena imperial, tan inocentes, pero no pudo fugarse del papel de un devenir trágico, de una melancolía homicida, de una fija tristeza aguda, que es el papel que reserva la vida a algunas estrellas.

R. Schneider y Laurent Pétin ABC

La vida, si se obstina, da muy mala vida. En eso estuvo Romy, que fumaba mucho, para respirar, y abusaba del alcohol nocturno a ver si se le aclaraba la cabeza salvaje. Era un ángel que llevaba demasiado demonio por dentro. Murió con cuarenta y tres años , y Delon se plantó con prisas de viaje en su sepelio, porque hay novios condenados a ser viudos. De él es la frase que pervive: «Por primera vez en mi vida –y en la tuya– te veo serena. En paz».

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