La mujer del librito

Isabel Vigiola, viuda de Antonio Mingote, murió el sábado en Madrid tras una larga enfermedad a los 92 años

Isabel Vigiola, guía de la vida de Mingote

Antonio Mingote con Isabel Vigiola, en los años 80 ABC
Rodrigo Cortés

Rodrigo Cortés

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Conocí a Isabel Vigiola en una visita a su casa para la que no me dio ninguna opción, después de que su sobrino Óscar —director de producción y compañero de algunas aventuras— le hablara un poco de mí y le pasara mis libros: «Esto te va a gustar, Isa, léelo; te va a recordar cosas». Ella se los leyó y dispuso de inmediato mi presencia en su casa, como hacen las reinas, en el barrio de la Estrella. En realidad, Isabel nunca te forzaba a nada, siempre te daba a elegir: a mí, por ejemplo, me dejó elegir entre llegar a las dos o a las dos y diez, cuando yo quisiera.

Isabel me contó muchas cosas (pocas veces he hablado menos, ni callado más a gusto). Había sido secretaria de Edgar Neville y se sabía mil historias, de España y de California, y de Conchita Montes , su musa, y de Chaplin , que no hablaba español, pero a Neville sí lo entendía. Y del Madrid de los cincuenta en general, entre la posguerra y López Rodó . Y de Chicho más tarde. Y de Berlanga . Y de todo el mundo.

Isabel pasó la niñez encerrada en un portal, comiendo mondas de patata durante la guerra. Me contó que su padre, torero, se daba colorete en las mejillas para que no se le notara el miedo. Que, hambrienta de educación, decidió formarse a sí misma. Que con diecisiete años entró a trabajar para Neville, quien le dictaba las obras de un tirón, sin chuletas, mientras ella las taquigrafiaba llena de asombro.

Isabel, no lo he dicho aún, era viuda de Mingote , su novia eterna, como Mingote fue de ella y bien de ella. Con qué orgullo hablaba de él. Lamentaba mucho, me decía, que no nos hubiéramos conocido, pero yo siempre creí que lo hice un poco, por su culpa y por la de Óscar. Un día me dejó enredar en su despacho durante horas para escribir un artículo. Isabel era la que hablaba por teléfono para que Antonio («Totón» lo llamó Óscar de niño con media lengua, y toda la familia luego) pudiera dedicarse a sus cosas. Ella era la que negociaba, la que le hacía la agenda. La que hablaba por teléfono. La que le apartaba los obstáculos del camino. A sus noventa y dos, ejercía aún de esposa, nunca de viuda. «Sin mi mujer», dejó Mingote escrito, «me disiparía como el humo».

Isabel era una mujer de carácter, muy divertida, que lo anotaba todo para que no se le olvidara a nadie. Con exactitud alemana, atendía cada día su diario, que en realidad eran muchos: decenas de libritos guardados en una caja, garabateados con su taquigrafía personal y minuciosa, en los que se aseguraba de tatuar para siempre lo importante: si alguien cometía la temeridad de discutirle un dato, ella revolvía en la caja y blandía triunfante el librito.

Anécdotas delirantes

Isabel contaba las anécdotas más delirantes del mundo. En una de ellas alguien acababa llamando al técnico porque el ordenador perdía agua, y otro se pillaba con la cremallera esa parte del cuerpo que nadie quiere pillarse. Era la misma anécdota. También hacía ejercicio recorriendo el pasillo de arriba abajo, con música militar, que era la que le venía bien (experimentó con otros géneros, pero sólo las marchas le daban el ritmo exacto). Tenía medido el tiempo que le llevaba hacer dos largos, y multiplicaba desde allí; y la Banda Militar de Madrid, o la de la Marina, o la de la Academia Auxiliar Militar, hacían —chunda, chunda— el resto. Cocinaba con el mismo sistema: anotaba cuánto le llevaba tocar el pomo de la puerta y volver al fuego luego, para prever así la ebullición o dar forma a sus recetas reposteras, para ella fórmulas secretas de precisión alquímica.

Isabel me mandaba WhatsApps con mensajes larguísimos de audio que guardo como los niños guardan las canicas. Con la misma seriedad. Reflexiones punzantes e impacientes, cariñosas, sagaces, en las que siempre andaba riñendo a alguien y disculpándose luego, listísima y graciosa (ella no decía de nadie que fuera inteligente, decía que era listísimo).

Nunca supe entender del todo por qué me regaló su amistad, por qué tanto cariño, por qué fue siempre conmigo tan generosa. Pero la quise mucho y nunca le discutí nada. Por si acaso.

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