José Antonio Maravall, en 1978 en su despacho
José Antonio Maravall, en 1978 en su despacho - ABC
DOMINGOS CON HISTORIA

Maravall y la teoría española del Estado

El intelectual escribió piezas indispensables en la historia del pensamiento español

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En los años iniciales de la posguerra, fue preciso para vencedores y vencidos hacerse con una idea de España que encontrara su confirmación en la mirada al pasado, en la búsqueda de la singularidad de la nación. No fue tal actitud, como habremos de ver en esta serie, patrimonio exclusivo de quienes justificaban el nuevo Estado con el impulso nacionalista de los sublevados en 1936. Al otro lado del Océano, en México o en Argentina, donde se acopió la mayor densidad del exilio intelectual, los ensayistas republicanos fabricaron verdaderos monumentos historiográficos, cuya intención última radicaba en descubrir en qué había consistido España, cuál había sido la nervadura física y cultural de su tarea colectiva, a la sombra del tiempo.

En la España de la victoria, un selecto grupo de jóvenes universitarios emprendió similar labor que no ha de confundirse con retóricas de ocasión ni con el habitual incienso de los espectáculos del poder. Se trataba, claro está, de personas comprometidas con el régimen que resultó de la contienda. Pero debe alejarse del análisis cualquier tendencia a hacer caricatura de algunos de los intelectuales que dejaron honda huella de magisterio en su labor docente e investigadora.

Entre ellos, quizás sobre todos ellos, había de destacar José Antonio Maravall. Católico, regeneracionista, miembro de ese escaso grupo de patriotas integrado en el Frente Español orteguiano y más tarde en Falange, Maravall escribió piezas indispensables en la historia del pensamiento español, que ningún lector culto debe pasar por alto al tratar de enjuiciar la cultura política española. Su formación le conducía a entender España en su vertiente de empresa histórica mucho más que en los rasgos de una identidad intemporal que podía resultar grata a ciertos sectores del nuevo orden. Como sus jóvenes compañeros de estudio y de militancia, Maravall quiso asentar una lectura del pasado nacional que nos permitiera salir de las mitologías beatíficas, las banalidades heroicas o las leyendas negras. Deseó justificar su patriotismo con el conocimiento profundo de lo que España había llegado a ser, en su peculiar camino por la modernidad.

En ello veía Maravall una manera de enfrentarse a la tragedia de la guerra civil, averiguando aquellas razones propias de la España católica del imperio y de la monarquía universal que diferenciaron nuestro rumbo del que había tomado el resto de Occidente. Deseaba encontrar, como lo hiciera el mejor Menéndez Pelayo, las raíces y el vuelo de una modernidad plena y exclusivamente española, que nada tenía que ver con el atraso, el sectarismo o la penumbra intelectual. Por el contrario, la vía española a la modernidad era, por católica, humanista y defensora de los derechos de la comunidad frente al poder, la que había logrado preservar una idea cristiana de la sociedad y la que la había defendido, en los inicios de una época caracterizada por las razones de Estado, el maquiavelismo amoral y la subordinación a las monarquías absolutas.

A estas cuestiones dedicó Maravall el primero de sus trabajos mayores, publicado en 1944 con el título de «Teoría española del Estado en el siglo XVII». La hora de aquella reflexión era propicia y respondía animosamente a la impresión de quiebra definitiva de un orden liberal en el que España había desempeñado tan escaso liderazgo y ejemplaridad. Y el libro era un prodigio de erudición e inteligencia, destinado a mostrar la categoría del esfuerzo intelectual de los escritores, que vivieron la época de la decadencia, para mantener los principios sobre los que se sostenía la visión española de Occidente. Era esa meditación de un tiempo de declive lo que más interesaba reivindicar a Maravall. Allí se encontraba la verdadera escuela de pensamiento, cuyo mayor mérito había de ser la fijación de los principios políticos caracteristicos de la Contrarreforma.

El optimismo antropológico del catolicismo y la actualización de Santo Tomás habían llevado a una pléyade de funcionarios y religiosos a defender los valores que hacían peculiar la primera modernidad española: el origen divino del poder de la comunidad, la búsqueda del bien común frente a la razón de Estado, los objetivos morales a los que había de servir un rey para ser legítimo, el respeto a los derechos naturales del hombre necesitados de actualización en un mundo cambiante, o la manera en que los principios de racionalidad e individualidad del Renacimiento debían encontrar ajuste con el desarrollo social. La modernidad española resultaba de la síntesis entre Renacimiento y catolicismo, precisamente, y la Contrarreforma había luchado contra la dispersión política de Occidente, con tanta contundencia como lo hicieron estos intelectuales del XVII contra la destrucción de un Estado que se entendiera a sí mismo como el pacto permanente entre el pueblo y el rey, orientado y garantizado por la moral católica establecida en Trento.

«El Estado moderno necesita un poder fuerte, absoluto, no ligado a trabas de ninguna clase. A esta empresa se aplicaron Maquiavelo y Bodino. El primero libró al poder de la moral cristiana; el segundo, del Derecho humano. Pero lo cierto es que, a su vez, con un poder así resulta amenazada la condición del hombre -detrás de esto está toda la antropología cristiana con su estimación de los valores humanos-. Era necesario pues, dramática necesidad histórica, aceptar aquel poder fuerte, libre, absoluto; en una palabra: la soberanía; pero había que lograr mantenerlo armonizado en un orden superior que salvara la personalidad humana y la sociedad civil, en sus fines propios». Tal había sido la soberbia aportación de España al carácter y al destino de Europa. Para medirlo bien, Maravall no levantó los sueños de los conquistadores ni la clausura orgullosa de los siglos de decadencia. Demostró que, en el pasado de Europa, una nación había logrado emprender el difícil rumbo a la modernidad preservando una idea del Estado que contuviera como raíz la voluntad del pueblo, como objetivo el bien común, y como ley última el respeto a la libertad del hombre ganada por el mensaje de Jesús.

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