Ernesto Cardenal Martínez (1926-2020)

El espíritu inquieto de Iberoamérica

Sacerdote y poeta fue adalid de la Teología de la Liberación, lo que le valió la admonición del Papa Juan Pablo II

Muere el poeta Ernesto Cardenal

Juan Pablo II con Ernesto Cardenal ABC
Diego Doncel

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La muerte de Ernesto Cardenal significa, en buena parte, que muere uno de los espíritus más inquietos de la poesía, de la política y de la Iglesia católica del último siglo. La muerte de un utópico que tuvo que vérselas con la realidad no solo en su puesto de sacerdote, sino también en las encrucijadas sociales e ideológicas de nuestro tiempo. Con su melena blanca y su boina se había convertido en un icono de lo revolucionario, del espejismo de tantas revoluciones pendientes y fallidas en el continente americano. En realidad vivió siempre la pobreza de la insatisfacción, por eso se dejó seducir por la mística y convirtió la política en una extensión de su apostolado. Fue, naturalmente, un ícaro nicaragüense que de tanto perseguir el sol sandinista se le derritieron las alas y cayó en la herejía del revisionismo al darse cuenta que Daniel Ortega no era otra cosa que un otoñal dictador.

Nació en 1926, y ya de niño, pero sobre todo en sus años de estudiante en México y en Columbia, mostró ese doble rostro que lo haría célebre, el rostro de la serenidad y el de la turbulencia. Era un espíritu dialéctico y un hombre apasionado, incluso de sí mismo, un romántico que iba buscando por los monasterios y las abadías los fragmentos de una totalidad perdida. Se dejó influir por Thomas Merton en la abadía de Getsemaní (Kentucky), y desde entonces unió la espiritualidad a la búsqueda de la justicia social, el pacifismo y el primitivismo. En su rostro bifronte se unió el silencio trapense y el ser ministro de Cultura en el Gobierno de la Revolución porque, para él, una parroquia era lo mismo que un ministerio, o viceversa. En la retina del mundo todavía no se ha apagado el día en que el Papa Juan Pablo II le recriminó en el aeropuerto de Managua su defensa de la Teología de la Liberación. Allí, arrodillado, con las manos en señal de oración, vio cómo le señalaba el dedo del Pontífice el camino de la suspensión de su sacerdocio, del que sería rehabilitado después por el Pontífice actual, Francisco.

Toda esta vida de idas y venidas, de búsquedas y de precarios encuentros, solo indican que Ernesto Cardenal vivió siempre en la intemperie, es decir, vivió en la poesía. Lector de Rubén Darío y de Pablo Neruda, de los místicos españoles y de Robert Lowell, es un gran poeta del amor. Del amor intenso a las cosas del mundo, del amor a la música de las esferas porque en todo ello intentaba percibir los signos de la revelación. Pero para un espíritu inquieto como el suyo, las zarzas ardiendo de la revelación tenían también esa dimensión marxista según la cual Dios está en la historia, en los hombres y mujeres víctimas de la historia, de las injusticias y de las múltiples pobrezas. Su «Gesthsemany, Ky» (1960), sus «Salmos («1964), su «Canto cósmico» (1989) y, sin duda, su «Telescopio» en la noche oscura (1993), que le valieron el premio Reina Sofía, nos hablan de ese alma que buscaba una forma de amor a la que solo las palabras le podían llevar.

Con Ernesto Cardenal se muere un hombre que buscó la esperanza en medio de esta época convulsa, se muere un poeta que podía decir, como su amado Thomas Merton, «nací para amar pero viví con temor y ansias desesperadas y enfrentadas». Esa es la fuente de donde mana y corre su inmensa poesía.

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