Nunca termina nada

«Centauros del desierto»: errante de sí mismo

El siniestro final de Ethan Edwards es un reencuentro implacable con su propia historia, la cual le mira a los ojos

John Wayne interpretó el papel del ranger Ethan Edwards en «Centauros del desierto», de John Ford ABC

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Ethan Edwards nunca lo supo, mejor. Habría sido doblemente doloroso para él. Debbie, a quien había rescatado del jefe Cicatriz, y dejado en casa de los Jorgensen, tras varios intentos de regresar a lo que ya consideraba su hogar comanche, lo consiguió. Además, tuvo un hijo con Cicatriz que fue el último jefe comanche antes de la rendición. No, Ethan nunca lo supo y ni el Reverendo Capitán de los Rangers Samuel Johnson Clayton, ni Laurie Jorgensen, ni Martín Pawley sabían a dónde escribirle, y de saberlo nunca le habrían contado el regreso de Debbie. El empeño de Ethan por rescatar a Debbie, la obsesión, a veces ya irracional, iba más allá.

El propio Martín le había visto alzar a la pequeña y asustada Debbie con extrañas intenciones. Ethan conocía bien lo que ocurría con las mujeres raptadas por los comanches, había leído el libro, un best seller de entonces, de Eunice Williams, «Historia de una cautiva. Relato de la vida de Mrs. Jemison». Pero Ethan había vuelto a su vida errabunda. Martín una noche, en el porche del pequeño rancho del matrimonio Pawley, le confesó a Laurie una palabras de Ethan que nunca olvidaría: «Un indio persigue algo hasta que piensa que lo ha perseguido lo suficiente. Luego lo deja estar. Y lo mismo ocurre cuando huye. Después de un tiempo piensa que debe desistir y comienza a aflojar. Por lo visto, no concibe que exista una criatura que persista en una persecución hasta el final».

¿En qué persecución persistía Ethan cuando tras dejar a Debbie, ni siquiera alcanzó a entrar en la casa y se alejó en su particular Odisea? ¿Qué oscura épica ocultaba su profundo odio a los comanches? ¿Cuál había sido el motivo de alistarse a la causa Confederada? ¿De dónde provenían las monedas de oro que entrega a su hermano Aarón? ¿Y la insignia o medalla del emperador Maximiliano de México? ¿Por qué le advierte a Clayton que por mucho que jure como Ranger no servirá de nada? ¿Qué ha hecho en los tres años desde que pierde la guerra y aparece en casa de su hermano?

Todo en Ethan es oculto. Poco tiempo después de alejarse, una ley federal, con intención de calmar los ánimos y dar algo de respiro a los comanches, obliga a la desmovilización de los Rangers. Y los comanches vuelven a los asaltos, las razias por el territorio de Texas y el norte de México. Ahí volverá Ethan con la voluntad, terca y antigua, de arrasar esta vez a quienes considera bárbaros; él, qué patética ironía.

Como había hecho tras la guerra organiza una partida, considerable, de voluntarios fuera de la ley, cuyo único objetivo será el exterminio de la nación comanche. Sin perdón ni remisión. De los viejos camaradas no queda nadie. Ahora la violencia de estos jóvenes reclutados es brutal. Enfrente, también le esperan unos comanches renacidos. Qué cruel es la realidad porque lo que no sabrá nunca, mientras cabalga hacia quien distingue como el joven jefe comanche, es que el destino le volverá a dar la espalda. A quien dispara y remata, cuando el comanche ha caído, es parte de su familia, de su sangre, el hijo de Debbie. Cuando desciende del caballo para arrancarle los ojos, una bala perdida le alcanza implacable. La errancia para Ethan Edwards había concluido, si es que alguna vez concluye algo.

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