SOCIEDAD

La monja centenaria que cuida de su hermana pequeña

La madre Concha acaba de cumplir 100 años entre múltiples muestras de cariño en el centro de Jaén donde lleva 4 décadas

Tras empezar en la casa de Cristo Rey en Sevilla, la madre Concha pasó a Granada y de ahí a la casa jiennense ABC

Javier López

La biología no tiene nada que ver con la aritmética: una vida de 100 años no es la suma de dos vidas de 50. Qué más quisieran las de 50. En el siglo recién cumplido de la madre Concha caben un par de guerras, sendas paces, algunas vicisitudes y muchas alegrías. Cabe su hermana, también religiosa, a la que cuida en el colegio de Cristo Rey de Jaén, junto a otras monjas que atienden a ambas y que son cuidadas a su vez por más personas, en una suerte de solidarios círculos concéntricos. Y cabe Dios, con el que ella se desposó veinteañera.

Puesto que Dios está por medio, es lógico que la madre Concha hable el idioma del amor, que es el inglés de los sentimientos. De ahí que en la charla salga a colación la cariñosa protección que brinda a su hermana de 89 años , una misionera retornada que padece la enfermedad de la desmemoria. Es la segunda vez que la cuida. Ya lo hizo en El Jau, pedanía del municipio granadino de Santa Fe donde ambas nacieron. Ella vino al mundo el 1 de junio de 1918, esto es, 37 días antes de que falleciera el padre Gras, fundador de la congregación de las Hijas de Cristo Rey.

La madre Concha entra en una salita fresca y acogedora de la tercera planta del colegio con paso vivo. Tiene en apariencia una fragilidad de brizna, que compensa con una fuerte espiritualidad. Desgrana sus vivencias con coherentes saltos temporales. A veces no remata una frase fácil, pero en general su conversación es un tiki taka maravilloso , un discurso bien enhebrado que, en ocasiones, ilumina sus ojos. Como cuando habla de su madre, a la que define como una santa llena de bondad y oraciones. O como cuando recuerda el pozo en torno al cual decidió ser monja.

Junto a aquel pozo conoció a un señor con cuya hija trabó amistad. Juntas hicieron unos ejercicios espirituales en los que ambas captaron la llamada y dijeron sí a Jesús . Sólo ella, sin embargo, obtuvo permiso paterno tras mediar a favor de su vocación una tía suya. «Me fui al noviciado cuando la guerra. Fue un atrevimiento, pero la juventud es atrevida». Recaló en la casa de Cristo Rey de Sevilla, situada junto al Guadalquivir, cuyo relente deterioró su salud. Fue trasladada a Granada y después a Jaén, donde reside desde hace 40 años y donde ha hecho de todo.

Entre sus ocupaciones pasadas destaca la limpieza de la iglesia, la atención en la portería y la elaboración de ramos de flores para las sagradas imágenes. Le salían tan perfectos que una vez una feligresa, prendada de uno, le reprochó en broma que no había venido a honrar al ramo, sino a Cristo. Así lo recuerda Concha, que rememora también sus constantes salidas para comprar: «Anduve mucho y creo que por eso tengo las piernas tan buenas» . Sorprende, en efecto, la agilidad con la camina por el entramado de habitaciones de la planta en busca de la superiora y la suavidad con la que frena cuando accede a la capilla en la que escucha misa a diario.

Ahora anda menos y se emociona más , dado que las monjas, sus compañeras, no han dejado de darle cariño con motivo de su cumpleaños. Y no sólo ellas. Aunque por la tercera planta del colegio no transitan los colegiales, la alegría infantil permanece en quien ha convivido con ellos durante décadas. «Los niños tienen sus cosas, pero son maravillosos». Que los quiere es un hecho. Que la quieren, otro. Cuenta que hace un par de semanas se asomó a la ventana y observó que en el patio decenas de alumnos habían formado de tal manera que, vistos desde arriba, representaban la cifra 100. «Pero no un 100 como esta habitación, no. Un 100 grande, grande».

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