Pasar el rato

Pasar factura

Los protagonistas de la historia no son ajenos a los gestos de engreimiento sobre su obra

Caricaturas de Cervantes y Shakespeare juntos con sendos teclados de ordenador en la mano ABC
José Javier Amorós

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Éste es el último artículo de la serie agosteña dedicada a no hablar del Ayuntamiento de Córdoba ni de Pedro Sánchez . La inteligencia se recuesta estos días en amenos prados. Cuando llegue septiembre despertaremos del sueño de unas noches de verano y volveremos al pensamiento débil y sombrío de la política. Cuando llegue septiembre.

Ningún gran hombre se resiste a la tentación de pasarnos factura por sus obras, que no le habíamos encargado. Es de mal gusto, incluso si nos gusta mucho lo que ha hecho el genio. Reconocernos deudores nos obligaría a pagar también el IVA de su vanidad . Y con IVA, no. En negro o nada. Ya leeremos o escucharemos o miraremos a otros menos pretenciosos. Hay muchos y de parecido nivel. Nadie es para tanto. Según Saramago , uno de los grandes, «si Cervantes o Shakespeare no hubieran nacido, el mundo sería lo que es». Pero nacieron, podría decir el especialista en Shakespeare o Cervantes, que vive de ellos, y no podemos ignorarlos. Pero es que Saramago no los ignora. Sólo los pone en su lugar. En su maravilloso «Retrato» escribió este verso el gran Antonio Machado : «Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito». Parece que el engreimiento no está reservado a las mentes mediocres de nosotros, los secundarios. También los protagonistas de la historia son capaces de gestos vulgares de gobernante socialista. Cuando estaba en su gloria, Felipe González nos dijo que había sacrificado su libertad por todos nosotros. Esa vida virtuosa de renuncias tuvo su recompensa, porque a él le ha ido mucho mejor que a la mayoría de quienes lo tuvieron por sirviente. Eso quiere decir que la servidumbre voluntaria no mata, sino que engorda. Los que han venido después nos hacen añorar a ese esclavo inteligente y acomodado.

Aceptemos que el artista crea sin tener en cuenta al público, lo que es mucho aceptar. Porque es el público quien da sentido a lo creado. El arte no puede vivir sin el público. Si el artista crea para su propio deleite, para desaguar la insoportable inmensidad de su inteligencia, sin otro interés, ¿por qué no guarda sus obras en un cajón y las protege contra la curiosidad ajena? Pero hay arte porque hay un público que lo aprecia . Y para él se escribe, se pinta o se toca el piano. Crear es un acto que tiene presentes a los destinatarios. Sin lectores, sin la esperanza de lectores que lo comprendan y lo valoren, el gran escritor quedaría en un venerable profesor de Instituto con restos de tabaco en el chaleco. El mismo Dios creó al hombre para justificar el Universo, que había creado previamente como una obra de arte, la más perfecta. El hombre es el público de Dios. Sin el hombre, el mundo no tendría sentido. Y quién sabe si lo tendría Dios. Sin lectores no hay escritores . La deuda, entonces, si la hubiere, es recíproca. Después, dependiendo de su sensibilidad, público y artista se pueden agradecer lo que cada uno haya aportado al común. «Me gusta», «lo ha hecho usted muy bien», «muchas gracias» son fórmulas del alma que espera, como una propina, desde el Premio Nobel hasta el mecánico de automóviles. Y conviene no escatimárselas a ninguno de los dos.

Saldada la deuda, que el Gran Artista tenga sentado a su derecha a uno de los más grandes poetas que ha dado al mundo la lengua española. Si uno fuera capaz de escribir una página de « Campos de Castilla », también pasaría factura. Aunque se la discutieran.

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