La cera que arde

Navajazos

No he visto político a pie de jeringuilla,p ero sí he leído planes salvadores para los «barrios deprimidos»

Plaza del barrio de Moreras donde tuvo lugar el apuñalamiento de un joven esta semana V.M.
Rafael González

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A veces la gente dirime sus diferencias a navajazos y la peña se asusta. Se escandaliza. Se lleva las manos a la cabeza. Ha ocurrido recientemente en uno de esos barrios que muchos tratan de evitar cuando buscan una farmacia de guardia o un centro comercial. Calculen los arrestos y psicología del farmacéutico allí instalado, cuando la procesión de los de la metadona o las de la leche maternal. Pero allí están, donde, por otra parte, no pasan políticos ni en campaña ni con el carné del interrail de Cercanías para la foto.

Alguna vez he dicho que soy de barrio y que he visto cosas. Cosas que te ayudan a comprender y a saber qué funciona y qué no va funcionar jamás. No he visto políticos a pie de jeringuilla pero sí leído planes salvadores de los denominados «barrios deprimidos», uno de los muchos eufemismos con los que definir a las zonas chungas que toda ciudad alberga. Tampoco he visto a Hacienda investigar los coches alemanes de alta gama que también, además de las katanas, poseen algunos tipos de esos barrios. Con lo cual uno acaba asumiendo que están dejados de la mano de Dios para lo bueno y lo malo. Que hay voluntarios también es cierto, pero lo que no confiesan estos voluntarios es que gran parte de su fracaso es producto de darse de bruces con la complicada naturaleza humana. Algunos de ellos aseguran que Venezuela es un paraíso: a partir de ahí ya entendemos muchas cosas.

El caso es que a veces la sangre asoma y la tragedia ocupa la primera plana, que ahora te llega por Whatsapp en forma de vídeo. Y como digo, muchos se escandalizan y miran felices a sus cachorros que no tienen que pasar por eso, protegidos por otros barrios, otros entornos, otros colegios, otros compañeros y otros videojuegos. Escribo esto relativamente cerca del lugar del suceso, en un barrio que hace contraste con las historias oscuras de unos vecinos que además de no tener para comer muchas semanas, se les calienta la sangre y acaban a palos. ¿Están estos muros protegidos de gente así? No lo creo, porque a la cabeza me vienen otros navajazos, otros asaltos, y un montón de callados y cobardes cómplices.

Son las puñaladas desde el despacho, las que no sacan una faca pero sí la bilis mala cuando se desanudan un poco la corbata. Acaban con familias, se llevan por delante hijos menores y después se ponen lavanda de Atkinsons antes de salir a tomar el aperitivo a unos metros tan solo de esa gente que se pega navajazos de acero y muerte. Son los que apuñalan para colocarse en una lista electoral, en un puesto de trabajo, en una cama matrimonial. Y miran con distancia la sangre que a veces se derrama en patios de bloques de trapicheo y miseria porque, claro, ellos no tienen nada que ver con eso.

Lo de Las Moreras me ha hecho recordar otros años y otras calles. Y a tener cuidado no de los que llevan navajas y droga, sino que hacen de la navaja su droga caiga quien caiga. Y de sus silenciosos corifeos.

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