Pasar el rato

Córdoba en mascarilla

A alguna gente la sobrellevamos mejor sin verle la cara; y con los nuestros ya habíamos aprendido a fingir a rostro descubierto

Cordobeses con mascarilla en la calle Cruz Conde de Córdoba Roldán Serrano
José Javier Amorós

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Córdoba es diferente, también para la enfermedad. Una ciudad callada y fuerte, en la que el diabólico coronavirus ha hecho menos estragos que en otras partes de España. No sé qué cosa internacional, tampoco sé con qué títulos profesionales, atribuye a Córdoba la condición de ciudad segura para los viajeros. El mal ha sido aquí dominado por la mano firme de nuestro personal sanitario, Dios lo bendiga por tanta generosidad. Únicamente las mascarillas son el recuerdo de un pasado penoso, y una medida de precaución para encarar un futuro feliz. Córdoba en mascarilla, como una vieja dama a la que sorprendieran en rulos las visitas. Los cordobeses recorren su ciudad velado el rostro con un velo, para evitar que el virus los identifique. Nos reconocemos por sospechas de verdades. La cara , la seña de identidad más evidente de una persona, pierde protagonismo, y hace necesario el recurso a otras porciones de la anatomía humana, que no sería delicado detallar aquí. Salvo los ojos, lo esencial del rostro permanece oculto al espectador. Que, a su vez, también observa cubierto. Sencillas y gozosas operaciones de la vida diaria pierden con la mascarilla agilidad y encanto. Las palabras de amor, por ejemplo. La mascarilla no deja pasar las metáforas. -¿Me quieres, Abelardo Alfonso?- ¿Qué dices, Eloísa de la Consolación? Habla más alto. Eloísa de la Consolación se concentró exclusivamente en la ginebra. Había perdido interés por la respuesta. Con mascarilla no se recomienda hacer declaraciones. Las palabras se quedan dentro de ella, los adjetivos rebotan contra sus paredes, y no pudiendo volver al depósito de donde habían salido, se van amontonando en ese pequeño recipiente de incomodidad. En muchos casos es mejor eso que dejar las palabras sueltas por las calles, los bares, el Congreso de los Diputados . Cuando desechamos una mascarilla, al contenedor va también el vocabulario acumulado en ella. Y todos los besos que no hemos podido dar. No sería extraño que dentro de los contenedores se desarrollen diálogos que la mascarilla había hecho imposibles. Ante un interlocutor enmascarillado tiene uno la sensación de estar hablando a una pared de tela. De estar hablando solo. Como si conversara con el ministro Ábalos .

Hoy, aquí, el gran Miguel Hernández no hubiera podido libar la flor de la mejilla de su amada. Que es la libación más comedida que se conoce. A las cuatro de la tarde de un día de julio, en Córdoba, la mejilla de la amada, cubierta con la mascarilla, no se pone a menos de sesenta grados . Y no todos los grados son de pasión. Ningún insecto vertical tiene audacia suficiente para libar una flor así. Cubierta con tu horrible mascarilla, / esta tarde, que fieramente ha ardido, / te confieso mi amor que no he tenido / valor para libarte la mejilla. Dicen quienes saben que hasta el virus peor se retira prudentemente a sus habitaciones cuando la vida de Córdoba hierve en verano. Sólo un turista japonés se atrevería a salir a las llamas de fuera.

Quién sabe si acabaremos acostumbrándonos también a la mascarilla . La costumbre es el fundamento de casi todos nuestros errores y de algunos aciertos. A alguna gente la sobrellevamos mejor sin verle la cara. Y con los nuestros ya habíamos aprendido a fingir a cara descubierta. No todo son desventajas con la mascarilla. Hay caras que mejoran con ella, como hay cuerpos que ganan mucho completamente vestidos.

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