Luis Miranda - VERSO SUELTO

Los fantasmas del Palacio del Sur

A lo mejor en el párking hay sorpresas que recuerdan lo que querían que hubiera pasado

Luis Miranda
CÓRDOBA Actualizado: Guardar
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Al solar del Palacio del Sur, si fuera más que un erial de jaramagos, restos arqueológicos y cimientos arenosos de castillos en el aire, lo habrían despertado con el agua helada e intempestiva con que se hacen añicos los sueños. Seguro que hubiera querido para sí el vacío de estos últimos años, el olvido en que languidecen sin que nadie se pregunte nada tantas parcelas de la ciudad, antes que encontrarse con la realidad de que allí, en vez de la nave espacial varada que iba a llevar a Córdoba al futuro, en vez del edificio que tenía que levantarse como réplica a la Mezquita en la linde derecha del río, se iba a hacer un párking. Demasiado duro: es como al niño rico al que acarician con el proyecto de ser arquitecto y al cabo de los años se queda en capataz de obras apenas capaz de entender un poco los planos que le ponen por delante.

Nadie va a esperar que unos cuantos miles de metros cuadrados lloren, pero si una parte de las viejas iglesias, tiendas, cines, bares y edificios que dan pulso a una ciudad sigue viva incluso cuando se derriban, los conductores que dejen el coche en el párking -muy bien situado, por cierto, para quienes tengan palco en la nueva carrera oficial de la Semana Santa-, igual se encuentran con sorpresas espectrales que recuerdan, no lo que pasó, sino lo que querían que hubiera pasado en aquel lugar que pudo tener lo extraordinario y terminó en lo más normal del mundo. Como aquellos «Fantasmas del Roxy», mucho más bellos, que cantó Serrat, estos tampoco descansarán en paz.

Así, cualquier noche, cuando casi todas las plazas estén vacías, a lo mejor vienen por el pasillo medio centenar de neurocirujanos, con trajes a medida y placas identificativas, camino de algún congreso en que conozcan las novedades de su trabajo de orfebres. Quizá en las escaleras de emergencia, aquellas que toma quien no quiere esperar los angostos ascensores de los aparcamiento, aparezcan en algún momento Rosa Aguilar y Rosa Candelario, sin pisar el suelo y en forma incorpórea, paseando por Central Park y contando lo admirados que se han quedado los neoyorkinos de la maqueta que han dejado en el MoMa de ese edificio que algún día levantarán en Córdoba.

Cuando los coches suban la rampa a lo mejor se encuentran a un reo de muerte apurando sus últimas horas y cantando «E lucevan le stelle», y al lado a una mujer que todavía no sabe que la esperanza que le alimenta es vana. Que tenga cuidado el conductor: tal vez uno de los violonchelistas del auditorio le puede romper el retrovisor de un codazo el mover con energía el arco en una sinfonía de Mahler, de esas que precisan una instrumentación imposible en la Córdoba de hoy. Las cámaras de seguridad a lo mejor captan a ratos muertos una boda de postín, con imponentes guardaespaldas de corbatas negras y auriculares pidiendo las invitaciones, vestido exclusivo, pérgola de flores exóticas y banquete de muchos tenedores.

Para que nadie confunda la realidad con la quimera, como pasó a los que tuvieron un capricho fastuoso que luego no había quien les pagara, harán falta empleados dotados del realismo brusco y destemplado de los cordobeses. Cuando alguien encuentre una familia espectral y rica tirando de las maletas y pidan un taxi al aeropuerto la respuesta está hecha: «No hace falta: ahí fuera está el jet privado de Córdoba 2016 esperando, jefe».

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