DE UN DÍA PARA OTRO

De sufrir autónomos a padecer autómatas

Cabe preguntar si algunos servicios se han deteriorado tanto, si han perdido tanto sentido, que han sido condenados por la enfermiza y aislante revuelta digital

Protestas de taxistas en Sevilla contra Uber y Cabify el pasado 23 de septiembre. MANUEL GÓMEZ
José Landi

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Líbrenos el cielo de dar la razón «siempre» al cliente sólo por serlo. Imposible dar con un eslogan más definitorio del servilismo caduco, del consumismo como doctrina. Con etimología todavía más grosera, significa «el que paga, manda». Fijada con clavos esa premisa, cabe preguntarse si algunos servicios se han deteriorado tanto, a base de inercia, desidia o comodidad, si han perdido tanto sentido con esta enfermiza revuelta digital, que culpar a los usuarios por huir o buscar alternativas es tan inútil como torpe, inservible, impertinente, incluso injusto.

Quizás (casi) nunca estaban cuando se les necesitaba. O se presentaban deteriorados, defectuosos. Maltratando al cliente. Con un vehículo, o un material, muy deficiente. Malencarados y con un discurso faltón, simple, interesado y rancio a todo volumen. Si el pagador no tiene el patrimonio de la sensatez sólo por serlo, es intolerable que sea escrutado, zarandeado, por el cobrador y prestador del servicio. Como en aquellas cafeterías antiguas, en aquellos bares -quedan algunos- en los que un camarero estirado cual sargento prusiano examinaba desde la barra a la clientela al entrar. A unos les miraba, y trataba, con cara de «esto no es para usted» y a otros les ponía ojitos que gritaban «aquí tiene usted su casa» de reguerianas maneras.

La cabeza contra el cristal

Las alternativas a esos servicios clásicos (vintage, dicen ahora) que quedan obsoletos tampoco son para ilusionarse locamente. Donde antes había nueve trabajadores -al menos un tercio, de acuerdo, serían de aquella manera- ahora hay una aplicación, una pantalla, un operador inmarcesible por metálico, un robot humanoide o un humano robotizado que hace el trabajo de diez de los anteriores. El público, al menos una parte, prefiere lo nuevo, lo tecnológico. Comprensible. Parece directo, democrático, ágil, fácil y limpio. Todos estamos en esa loca carrera por ahorrar tiempo gracias a la tecnología para, así, poder perder más tiempo con la tecnología.

Un 'like' por caridad

Los nuevos métodos eliminan puestos de trabajo por volquetes, sí, pero también intermediarios siempre tan cercanos a la corrupción, la chapuza o el abuso. También obstáculos, incomodidades, juicios, interacciones. Nosotros y la pantalla. Al fin solos. Un dedo para mover el mundo. La ciberalternativa, la novedad digital, crea el espejismo del control del usuario. Decide, o eso cree, cuándo, cómo y qué. También ejerce, eso piensa, de examinador ecuánime, observador perspicaz, insobornable, evaluador soberano, crítico del servicio recibido. Como no me guste, te pongo un comentario, un dislike, que te cagas por la pata abajo. En esa ilusión viven algunos ilusos. Sin embargo, ahora, en vez de entregar su dinero a unos autónomos picarones y a empresas anquilosadas como sus asalariados envían millones de pequeñas transferencias a grandes corporaciones ubicadas en viles y serviles servidores remotos para que unos pocos iluminados y CEO inflen aún más sus hipertrofiadas cuentas bancarias.

A puñaladas por las migajas

Igual hemos saltado de la sartén del servicio viciado al fuego del oligopolio salvaje. A estas alturas no sé si escribo ya de taxis y VTC, de periódicos o televisiones y redes sociales, de salas de cine y plataformas, de amazon y comercio de barrio, de música y Spotify. Cada cual sabrá si quiere difamar, perseguir y agredir a sus colegas por las migajas, por los escombros. De incendiar con miedo y odio las estaciones de taxi en aeropuertos y estaciones, las redacciones y los festivales. Siempre quedará, frente a «el cliente tiene la razón» otro lema. Irrita a los patrones fascistas camuflados de campechanos liberales, siempre atentos pagar menos impuestos, a cobrar más bonus, dietas y comisiones. A dueños, encargados o aspirantes de las viejas y de las aparentemente nuevas: «En mi hambre mando yo».

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