Santiago Martín

Ciudad y fuente de paz

Jerusalén tiene que ser de todos y solo entonces será una ciudad de paz

Santiago Martín

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El presidente Trump ha decidido reconocer Jerusalén como capital del Estado de Israel y ha hecho saltar todas las alarmas. Una nueva intifada, promovida por los palestinos más radicales, está ya en marcha. La diplomacia europea, además naturalmente de la de los países árabes, se ha llevado las manos a la cabeza y ha intentado en vano evitar lo inevitable. Todos parecen olvidar que lo ocurrido ahora fue aprobado en 1995 por el Congreso de Estados Unidos, siendo Clinton presidente, y que él y sus sucesores se han limitado a no ejecutarlo, demorando su aplicación cada seis meses. Hasta que ha llegado Trump, que ha cumplido lo que había prometido en su programa electoral y ha armado el lío.

El Santo Padre, el miércoles, mostró su preocupación por lo que él denominó el «cambio en el statu quo», a la vez que apelaba al cumplimiento de la resolución de las Naciones Unidas sobre Jerusalén, «para evitar añadir nuevos elementos de tensión a un panorama mundial ya convulsionado y marcado por tantos conflictos crueles». El Papa no ha hecho otra cosa, con este llamamiento a la cordura, que renovar la posición de sus predecesores. Quizá ya nadie recuerde que la posición de la Iglesia coincide en este punto plenamente con la de la ONU. El 29 de noviembre de 1947, por 33 votos contra 14 y 10 abstenciones, las Naciones Unidas no sólo decidieron la separación en dos Estados del antiguo protectorado británico en la zona, sino también que Jerusalén debía quedar al margen de ambos Estados, con una figura jurídica única en el mundo y sujeta al mandato internacional. Esta ha sido siempre la tesis defendida por la Iglesia: la neutralidad de la antigua ciudad de David, que debería quedar fuera de las luchas políticas para ser lo que es: una ciudad santa, la ciudad santa por excelencia para las tres religiones monoteístas, un lugar de encuentro, de diálogo y de paz. Ni se hizo caso a la ONU ni se ha hecho caso a la Iglesia, pero no sólo los judíos sino tampoco los árabes, que nunca reconocieron el Estado de Israel y declararon tres guerras contra él, que perdieron. Jerusalén tiene que ser de todos y solo entonces será una ciudad de paz, fuente de paz.

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