Santiago Martín

Caer de rodillas y dar gracias

El Niño de Belén era una muestra del amor divino que, si los hombres hubiéramos sido mejores, quizá tendría que haber sido suficiente para caer de rodillas y emprender el camino del agradecimiento, de la conversión

Santiago Martín
MADRID Actualizado: Guardar
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«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para la salvación del mundo». Así expresa San Juan en su Evangelio la íntima convicción que él y el conjunto de los cristianos tenemos en el alma, al contemplar tanto la encarnación del Hijo de Dios como su dolorosa pasión y su gloriosa resurrección. El Niño de Belén era una muestra del amor divino que, si los hombres hubiéramos sido mejores, quizá tendría que haber sido suficiente para caer de rodillas y emprender el camino del agradecimiento, de la conversión. Pero, como no lo somos, hizo falta llegar hasta el final, hasta la tortura de la Cruz y la ignominia del abandono de sus discípulos. Cristo se bebió el contenido del cáliz de la amargura hasta la última gota.

Tenía que llegar a eso para que no dudáramos de su amor, de su infinita misericordia.

La cuestión, entonces y ahora, sigue siendo, sin embargo: ¿para qué se sacrificó Cristo? Una primera respuesta, verdadera y esencial, es que Cristo pagó en su propia carne la deuda contraída por los hombres con sus pecados, y nos abrió así la puerta del cielo, que permanece abierta para todos aquellos que quieran acoger ese don, es decir para todos los que en la hora final estén unidos a Dios y en su gracia. Eso ya es bastante. ¿Pero sólo murió por eso? Siempre he pensado que tenía que haber algo más. Entender la salvación ganada por Cristo con su muerte redentora como una especie de ajuste de cuentas final, me sabe a poco. Entre otras cosas porque, mientras llega ese final, vivimos aquí como vivimos. Cristo no sólo ha venido para darnos un pasaporte para cruzar la aduana del cielo, sino para ayudarnos a vivir como auténticos hombres en la tierra. El “aquí y ahora” debe ser coherente con la fe que profesamos, porque, además, de ello dependerá lo que pase en el “más allá”, como también con claridad enseñó Jesucristo.

Es decir, delante de la Cruz, sólo debería ser posible hacer una cosa: caer de rodillas, dar gracias, y prometerle al Señor que con su ayuda vamos a vivir la auténtica vida humana, la que Él ha vivido y nos ha enseñado a vivir, la del amor

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