Yolanda Vallejo - HOJA ROJA

Tolerancia cero

Como diría la suegra de María José, vulgo Selu, vaya por delante que a mí no me ofende la drag queen canaria...

Yolanda Vallejo
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Como diría la suegra de María José, vulgo Selu, vaya por delante que a mí no me ofende la drag queen canaria porque tengo clarísimo que ofende el que puede y no el quiere, pero… tampoco me ofende el autobús de hazteoir.org y curiosamente por el mismo motivo que lo anterior. Debo ser bastante rara, al menos en este país donde estamos siempre a la defensiva, o debo ser lo bastante permisiva como para dar cabida a ambas expresiones de libertad de pensamiento, de palabra y de omisión sin que se me suba la tensión arterial. En cualquier caso, una cosa y otra, autobús y drag virgen, me parecen de un mal gusto tremendo, pero también llego a entender que si en este país no nos movemos por la ética, no voy a pretender que nos movamos por la estética.

Me llama, eso sí, mucho la atención, el debate ideológico-y un poco disparatado, todo hay que decirlo- que todo esto ha motivado, sobre todo porque me recuerda muchísimo a los debates ilustrados que venimos arrastrando desde el siglo XVIII. Ya ve, en todas las épocas se han cocido habas.

A la Ilustración, ese movimiento ideológico que, -según dicen- a los gaditanos nos puso en el mundo, le debemos muchas cosas, entre ellas lo del esplendor. Esplendor histórico y comercial, y esplendor lingüístico, por haber parido el diccionario de nuestra lengua, ese al que damos patadas constantemente pero que, al fin y al cabo, es el que pone puertas al campo semántico de nuestra realidad. A la Ilustración también le debemos otras cosas, como la normalización -que por venir de norma ya es totalmente rechazable- de la sociedad, y una absoluta obsesión por clasificarlo todo dentro de unos límites tan estrechos como irracionales por mucho que estuviesen construidos a la luz de la razón. Porque lo que no cabía en los cajones ilustrados no cabía en el mundo, y de ahí nos viene esta obsesión por poner etiquetas y por poner nombres a las cosas. Tanta obsesión que, contraviniendo el orden natural, nos hemos acostumbrado a crear el término antes que el concepto. Así nos va.

Porque, además, hemos inventado un curioso –y perverso- juego de contrarios. Resulta que si yo a usted lo insulto es libertad de expresión, y si usted me insulta a mí es intolerancia –o cualquier otra cosa. Si yo a usted lo ofendo, seguramente sea porque soy una retrógrada; y si me ofende usted, con toda seguridad se trata de progreso, si usted se burla de mí será una broma y si yo hago algún chiste sobre usted, seré cualquier cosa que acabe en fobia. Nadie juega limpio en este juego, porque el único dado que se tira en el tablero es el que tiene el odio en las seis caras. Y, curiosamente, los jugadores se llaman tolerantes, aunque ninguno sepa por qué.

Verá. Tolerante viene de tolerar que, según el DRAE, significa “permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo” ya que procede del término latino tolerare que no es más que soportar con esfuerzo. En el mundo de lo políticamente correcto lo más guay es decir que uno es “tolerante” y que practica la “tolerancia” por encima de todo, como si el término lavara todas las conciencias y las dejara como los chorros del oro. En el fondo, ya lo sabe, el tolerante es el que, desaprobando y repudiando determinadas actitudes, mira para otro lado o pasa la manita por el lomo del diferente con evidentes aires de superioridad moral. Pero eso, los tolerantes de hoy no lo saben, o parece que no lo saben. Porque como le dije antes, es muy guay ser tolerante en este país.

Y yo no quiero ser tolerante, ni quiero que mis hijos lo sean. No quiero que toleren, sino que asuman y respeten todas las realidades –todas- que existen a nuestro alrededor; y que no juzguen. Que no interpreten, que no miren por encima del hombro, ni por debajo tampoco. No quiero que miren para otro lado como si el mundo no fuera con ellos, sino que entiendan que no todos somos iguales –ni tenemos por qué serlos, afortunadamente- y que valoren más las semejanzas que las diferencias. Que todas las creencias, todas las ideologías, todas las culturas, todos los sentimientos y todas las personas merecen el mismo trato y el mismo respeto. Y la misma dignidad.

Claro que, en el país de lo políticamente correcto, es mucho más entretenido subirnos por las ramas que talar los árboles podridos. Y es muchísimo más divertido jugar a tirar la piedra y a esconder la mano. Total, para eso están las redes sociales, para que caigamos en la telaraña del odio y del insulto.

En cuanto a Sethlas, la drag canaria –no quiero criticarla, no quiero criticarla-no hizo más que jugar al juego de la tolerancia. Ella misma lo dijo, “buscaba polémica y lo he conseguido”; se alzó con la corona de reinona, y en cuanto la tuvo se santiguó en el escenario. Quiere ser profesor de religión, y se declara agnóstico.

Ya ve usted el lío que tiene esta criatura en la cabeza. El mismo lío que el obispo de Canarias, que lamenta más la actuación de la drag que el accidente de Spanair. El mismo lío que los del pene, la vulva, y el encorsetamiento ilustrado del sexo único.

Desde luego, hay cosas que no se pueden tolerar.

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